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Periodismo desde las Entrañas

Infancias en cautiverio y la banalidad del mal en la institucionalidad chilena: ex Sename y Mejor Niñez en la mira

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Por Sofía Varas Rojas, socióloga con especialización en infancia, derechos humanos y Salud Mental Comunitaria

“Un país puede medirse en cómo cuida a sus niñas y niños. Bajo esa vara, Chile carga con una herida que aún supura”.

LA HERIDA QUE NUNCA CIERRA

El país de los libres o de la copia feliz del Edén, Chile arrastra una deuda histórica con sus niñas, niños y adolescentes (NNA) más vulnerados. Lo que comenzó como un sistema de “protección” terminó convertido en un engranaje burocrático que reproduce la violencia que debía erradicar volviéndola trauma, revictimización y muerte.

El anterior Servicio Nacional de Menores (SENAME) fue, durante décadas, sinónimo de abandono y violencia estatal. En 2021, la creación de Mejor Niñez fue presentada como un nuevo horizonte y el inicio de un cambio que como todo en Chile nunca llegó. Pero en la práctica, el cambio de nombre no significó una ruptura estructural, sino la continuidad de una herida que sigue abierta.

> Dato duro: Entre 2005 y 2016 murieron más de 1300 NNA bajo custodia del SENAME (Instituto Nacional de Derechos Humanos [INDH], 2018).

Uno de los casos de connotación publica que enlutó a Sename fue la muerte de Lissette Villa de 11 años en 2016. No fue un hecho aislado: fue el síntoma de un mal endémico arraigado en las raíces de un sistema que no da para más. Cada cifra es un recordatorio de que el Estado no solo fracasó en proteger; también se transformó en parte del daño.

Si somos rigurosos, entendemos que el sistema no se derrumba de un día para otro. Se erosiona lentamente, como una grieta que se expande con cada silencio institucional, con cada omisión presupuestaria, con cada turno de funcionario sin capacitación. La violencia se convierte en rutina, en parte del paisaje. Y allí radica lo más doloroso: en la normalización del horror.

INFANCIAS EN SILENCIO

Hablar del SENAME es adentrarse en una realidad profundamente dolorosa, no solo por los hechos que la configuran, sino también por la manera en que se comunican: a través de informes técnicos, indicadores cuantitativos y gráficos impersonales. Se denuncian falencias estructurales como la sobrepoblación en residencias, la falta de personal especializado o las graves deficiencias en la atención psicológica. Sin embargo, esta lógica de la estadística tiende a invisibilizar lo más importante: que detrás de cada cifra hay una historia singular, compleja y trágica. Cada número representa una vida marcada por el abandono, la negligencia o la violencia, y al reducir estas trayectorias a datos, se corre el riesgo de trivializar lo irreparable.

En este modelo institucional, el dolor infantil se convierte en un objeto de análisis, pero rara vez en un llamado ético. Las infancias bajo custodia del Estado son convertidas en “casos”, en “NNA” (niños, niñas y adolescentes), en porcentajes de cobertura o en brechas presupuestarias. Se habla poco de lo que realmente se pierde: las risas interrumpidas, los vínculos no formados, los sueños que se extinguen antes de nacer. Esas infancias no solo han sido vulneradas en sus hogares, sino también revictimizadas por un sistema que, al fallarles, las vuelve a silenciar. Mientras las instituciones enumeran problemas, ellas sobreviven —cuando pueden— al olvido, a la indiferencia y a una burocracia que no sabe abrazar.

“Yo no quería que me adoptaran. Solo quería que alguien me abrazara en la noche, que me dijeran que no era mi culpa estar ahí”, recuerda una ex-residente. “Pero no había tiempo. Solo había funcionarios cansados, con miedo, que repetían la rutina como máquinas. Éramos un número. Nada más”.

Cada relato revisado es similar a los compartidos por la cuenta @rosscar_restauraciones, grafica el abandono emocional: un daño invisible, pero quizás más devastador que la pobreza material.

> El 80% de los NNA en residencias presentan problemas de salud mental, pero menos del 20% recibe atención adecuada y continua (Defensoría de la Niñez, 2022).

La ausencia de afecto, la carencia de vínculos estables, deja huellas profundas en el desarrollo psíquico. Como advierte UNICEF (2020), los niños institucionalizados tienen el doble de probabilidades de desarrollar depresión y ansiedad severa que aquellos que crecen en entornos familiares.

Si pensamos en perspectiva país entendemos que la herida no es solo individual, es también colectiva: revela un país incapaz de sostener LA INFANCIA desde lo más básico como la condición humana, la necesidad de ser vistos, reconocidos y porque no amados.

EL CAMBIO QUE NUNCA LLEGÓ

En 2021, el Estado chileno anunció con entusiasmo la creación del nuevo Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia, conocido como Mejor Niñez. El discurso oficial hablaba de una renovación profunda, de un punto de inflexión histórico para la infancia vulnerada. Sin embargo, la realidad demostró otra cosa: bajo el barniz del lenguaje institucional y el cambio de nombre, persistieron las mismas lógicas de precariedad que históricamente han caracterizado al sistema de protección.

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Las problemáticas estructurales se mantuvieron intactas: la sobrepoblación en residencias, la alta rotación del personal, la falta de capacitación de los cuidadores directos, el abandono en salud mental, y una violencia sistémica que atraviesa todo el entramado institucional. A pesar de los múltiples diagnósticos provenientes de organismos como la Defensoría de la Niñez y el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), que coinciden en advertir la ausencia de garantías efectivas de protección, el sistema sigue operando más como un simulacro que como una política de reparación.

Como advierte Nancy Fraser (2008), la justicia no puede pensarse solo en términos de redistribución de recursos; requiere también reconocimiento. Y es precisamente ese reconocimiento —como sujetos de derechos, como personas con historia, afectos y dignidad— el que les ha sido sistemáticamente negado a niños, niñas y adolescentes bajo la custodia del Estado. En lugar de recibir cuidados, son gestionados como expedientes administrativos, invisibilizados en sus necesidades más fundamentales.

“Sin reconocimiento, no hay justicia.” —Nancy Fraser

Lo que se prometió como una transformación estructural terminó siendo poco más que una operación de cosmética institucional. No hubo cambios reales en las condiciones materiales, ni revisión crítica de responsabilidades, ni reparación simbólica o efectiva para quienes crecieron dentro de un sistema que, lejos de proteger, volvió a fallar. Mejor Niñez no fue el punto de inflexión esperado, sino la continuidad de una negligencia estructural, rebautizada. Una infancia dañada exige más que palabras: requiere verdad, justicia y compromiso ético. Nada de eso ha llegado aún.

EL COSTO HUMANO DE LA DESPROTECCIÓN

Hay un aspecto que casi siempre queda invisibilizado cuando hablamos de protección infantil y juvenil: el egreso del sistema de cuidado. Ese momento, que debería ser una transición hacia la autonomía y la reparación, se convierte en muchas ocasiones en un mero trámite administrativo, vacío de sentido sanador. Para demasiados jóvenes, salir del sistema significa caer en un abismo de soledad, desamparo y falta de redes de apoyo. El Estado, que en teoría debería garantizar su bienestar, simplemente los abandona. Muchos egresan sin vínculos familiares sólidos, sin acompañamiento psicosocial adecuado y, sobre todo, sin un horizonte esperanzador.

Las consecuencias de esta desprotección estructural son alarmantes y trágicamente previsibles:

  • Reincidencia en circuitos de calle y exclusión social.
  • Mayor vulnerabilidad al consumo problemático de sustancias.
  • Elevada exposición a dinámicas delictivas y marginalidad.

Los datos no mienten: un estudio de UNICEF (2020) revela que los jóvenes que han vivido en residencias presentan el doble de probabilidades de sufrir trastornos depresivos y ansiedad severa en comparación con sus pares no institucionalizados. 

Este hallazgo confirma una realidad desgarradora: la herida de la infancia vulnerada no se cierra con la salida del sistema; más bien se inscribe en el cuerpo y la memoria, transformándose en un trauma que acompaña toda la vida.

En este contexto, la reflexión del filósofo Byung-Chul Han (2017) sobre la “sociedad del cansancio” adquiere una dimensión especialmente dolorosa. Mientras para muchos el cansancio se asocia a la autoexplotación productiva, para estos jóvenes el cansancio es existencial, profundo y devastador: el agotamiento que surge de haber sido sistemáticamente negados, desechados y olvidados por la sociedad y el Estado.

“El cansancio no es productivo ni autoexplotador, sino devastador.” — Byung-Chul Han

VOCES QUE CLAMAN DESDE EL SILENCIO

“Una noche nos encerraron en la pieza porque estábamos inquietos. Al otro día, nadie preguntó cómo estábamos. Ese silencio me dolió más que los gritos”, recuerda un joven que atravesó el sistema de protección estatal.

Por que el Sename no funciona Experto advierte que historicamente no ha existido voluntad politica1

Esta frase, sencilla y directa, desnuda una realidad dolorosa: la ausencia de atención afectiva puede herir más que cualquier castigo físico. El silencio institucional, esa indiferencia silenciosa que evita el encuentro humano, se convierte en un acto de violencia invisible pero devastador. En ese espacio cerrado, no solo se limita la libertad física, sino que se quebranta la confianza y la posibilidad de sentir que alguien se preocupa por el dolor vivido. La falta de un “¿cómo estás?” es la negación de la humanidad misma del niño o adolescente, y deja una cicatriz difícil de sanar.

Estas experiencias no son anecdóticas ni excepcionales, sino que constituyen la norma en muchos contextos de protección estatal. La violencia institucional, lejos de manifestarse únicamente en formas visibles y espectaculares, se encarna en la indiferencia sistemática, el abandono emocional y la rutina burocrática que despersonaliza a los niños, niñas y adolescentes bajo custodia. Cuando el sufrimiento se convierte en parte del día a día y el dolor es invisibilizado por la estructura, la negación del afecto se vuelve un mecanismo de exclusión. Esta violencia silenciosa, aunque menos visible, es igualmente cruel, porque naturaliza el maltrato y perpetúa la deshumanización de quienes ya son vulnerables.

La teoría de Hannah Arendt (2006) sobre la banalidad del mal resulta especialmente iluminadora para entender estos procesos. Arendt mostró cómo el mal no siempre emerge de la malicia o la crueldad consciente, sino que puede surgir de la obediencia ciega y la ejecución rutinaria de tareas administrativas. Esta “normalización” de la crueldad a través de la burocracia no sólo perpetúa la injusticia, sino que oculta su existencia bajo una capa de aparente neutralidad y rutina. 

En el caso chileno, esta reflexión se traduce en la comprensión de que no es necesario que alguien desee hacer daño para que el sistema lastime profundamente. Funcionarios agotados, políticas insuficientes y estructuras rígidas configuran un engranaje que reproduce sistemáticamente el daño, como si fuera un efecto colateral inevitable, cuando en realidad es producto de decisiones y omisiones concretas.

“La violencia puede ser silenciosa, anónima y normalizada, pero deja marcas indelebles.”

Los relatos de los niños, niñas y adolescentes bajo la tutela del Estado dejan en evidencia que el mal no solo se manifiesta en actos aislados, sino que se reproduce en la cotidianidad de la institucionalidad: en turnos mal cubiertos, en la ausencia de diálogo auténtico, en la falta de afecto y reconocimiento que tanto necesitan para desarrollarse con dignidad. La burocracia, que debería ser un instrumento para garantizar derechos y cuidados, se transforma en una herramienta de control que revictimiza y despoja de humanidad a quienes debiera proteger. Esta perpetuación rutinaria de la vulneración instala una espiral de dolor que se vuelve parte del entramado social, dificultando la ruptura con ciclos de exclusión y maltrato.

EL ESPEJO ROTO DE LA SOCIEDAD

La actual crisis del Estado respecto a la protección de sus NNA no es un fenómeno puntual ni reciente; se trata de una problemática estructural y prolongada que revela las fracturas profundas en el contrato social que nos sostiene. La vulneración sistemática de la infancia expone con crudeza la precariedad ética y cultural que atraviesa a toda la sociedad, evidenciando la necesidad urgente de repensar no solo las políticas públicas, sino también los valores colectivos que legitimamos.

Un país que permite que miles de niños vivan sin afecto, sin acompañamiento psicológico y sin oportunidades está sembrando la semilla de la desesperanza y la violencia estructural futura. La desprotección infantil no solo daña al individuo, sino que compromete el tejido social entero. Las infancias dañadas y sin reparación crecerán y serán el futuro y buscaran de alguna forma sacar toda esa rabia contenida por años de sufrimiento, que Chile queremos a futuro? Y ¿Cómo queremos construir infancias y adolescencias para nuestro país?

Byung-Chul Han (2017) sostiene que la hiperproductividad y la lógica de la eficiencia vacían de sentido los vínculos humanos. En este contexto, los niños institucionalizados se convierten en expedientes administrativos: su sufrimiento es invisible para el sistema y para la sociedad que lo tolera.

> “La infancia vulnerada es el rostro más brutal de la lógica burocrática: niños tratados como expedientes.”

El daño provocado por el sistema de protección infantil no se limita a las paredes físicas de las residencias donde se alojan los niños y adolescentes; su alcance es mucho más profundo y abarca dimensiones culturales, sociales y morales. La omisión colectiva frente a esta realidad no solo perpetúa la herida abierta en cada infancia vulnerada, sino que también legitima —de manera silenciosa y cómplice— la continuidad de la violencia estructural que atraviesa al país.

Cada vez que la sociedad decide desviar la mirada ante la condición de los miles de niños y niñas bajo custodia estatal, el fracaso se vuelve colectivo y evidente. Es en esos silencios donde se confirma la desvalorización sistemática del dolor infantil, y es precisamente ese dolor negado y naturalizado el que, inexorablemente, pasa factura a toda la comunidad, erosionando el tejido ético y social de la nación.

HACIA UNA REPARACIÓN POSIBLE

No podemos quedarnos solo en la denuncia de lo que está mal, pero frente a la dolorosa historia del “Ex SENAME” es urgente priorizar acciones de reparación que superen el simple cambio de nombres o protocolos. Lo que se requiere es una transformación profunda, tanto estructural como cultural, que reconozca la dignidad y la humanidad de cada niño, niña y adolescente que ha sido vulnerado.

Propongo algunas medidas urgentes y basicas: en primer lugar, una formación especializada, continua y sensible para todos quienes trabajan directamente con estos niños y niñas, porque sin comprensión humana y respeto, cualquier intervención será insuficiente. En segundo lugar, es indispensable un aumento real y sostenido del presupuesto para salud mental, garantizando atención continua, integral y de calidad. Además, la participación activa de las niñas, niños y adolescentes en los espacios públicos y comunitarios es fundamental para que recuperen un lugar de protagonismo y pertenencia. 

También, se deben establecer programas de acompañamiento post-egreso que sostengan redes de apoyo, evitando que el abandono se transforme en un nuevo ciclo de vulnerabilidad. Por último, pero no menos importante, los propios niños, niñas y adolescentes deben tener voz en el diseño y evaluación de las políticas que les afectan, porque sin reconocimiento no hay justicia, como bien señala Nancy Fraser.

Estas propuestas son solo un punto de partida, pues la realidad es compleja y exige múltiples acciones, pero representan un piso mínimo irrenunciable. La sociedad debe asumir con honestidad y valentía que la infancia no es un gasto para el Estado, sino una inversión moral y cultural. El silencio y la indiferencia frente al dolor de tantos niños y niñas es una herida colectiva que nos interpela profundamente.

Reparar no es caridad: es justicia histórica y social.

Comprometerse de verdad con la infancia vulnerada implica reconocer los traumas históricos y las fallas estructurales que han permitido tanto daño. Significa construir un país donde las niñas y niños sean sujetos plenos, con derechos garantizados y afecto asegurado. Y, en palabras de Orlando Fals Borda, es fundamental recuperar y poner en el centro el amor como una variable clave para la reparación y el cuidado, porque sin amor, no hay verdadera sanación ni justicia.

LA BANALIDAD DEL MAL Y LA DEUDA HISTÓRICA CON LA INFANCIA

Cuando pensamos en lo banal, solemos asociarlo con aquello que carece de importancia, con lo trivial o insignificante. Sin embargo, en el análisis de las infancias vulneradas, esta noción debe ser profundamente revisada y complejizada. Cada acción, o más gravemente, cada omisión que afecta a niños, niñas y adolescentes, no es banal ni inocua; constituye una huella imborrable que se inscribe en las dimensiones históricas, sociales y éticas que configuran nuestra sociedad. Estos actos —y ausencias— cargan un sentido que incide directamente en la construcción de futuros individuales y colectivos (Bourdieu, 1998; Butler, 2004).

En este sentido, la categoría de la “banalidad del mal”, acuñada por Hannah Arendt (1963), cobra una vital importancia. Arendt nos recuerda que el mal no siempre se manifiesta en formas espectaculares o extraordinarias, como los genocidios o la obediencia acrítica a regímenes totalitarios, sino que se instala silenciosa y cotidianamente en prácticas rutinarias y negligentes que deshumanizan. Así, el mal cotidiano se expresa en un niño que no recibe la atención psicológica necesaria, en una niña expuesta al frío por la ausencia de abrigo, o en un adolescente que navega sin redes de contención ni espacios seguros. Estas omisiones normalizadas son manifestaciones de una violencia estructural que, al naturalizarse, se vuelve invisible pero no menos dañina (Farmer, 2005; Galtung, 1969).

“El mal cotidiano no siempre grita; a veces se susurra en la indiferencia.” (Arendt, 1963, adaptado)

La deuda que mantiene el Estado chileno con la infancia no puede entenderse solamente como un pasivo histórico; es una herida moral abierta que compromete con urgencia el presente y el futuro del país. Negar esta deuda es perpetuar un ciclo de violencia estructural, trauma social y exclusión persistente. La tardanza en reconocer este fenómeno no puede seguir siendo una excusa para la inacción. Urge iniciar un proceso serio y profundo de reparación y reconstrucción, que coloque a la infancia en el centro de la agenda pública (Fraser, 2008; Mignolo, 2011).

Esta reparación exige un compromiso ético radical y sostenido: escuchar activamente las voces históricamente silenciadas, denunciar las injusticias estructurales que persisten y diseñar políticas públicas integrales que humanicen y acompañen a cada niño, niña y adolescente. Es fundamental integrar la diferencia y la diversidad desde un enfoque de cuidado, protección, educación y amor, elementos esenciales para la restauración de la dignidad y la justicia social (Nussbaum, 2011; Sen, 2009).

Un país que no transforma las condiciones materiales, psicológicas, emocionales y culturales de su infancia está condenado a reproducir la exclusión y el fracaso social. Sin embargo, un país que pone a la infancia en el centro de su proyecto político y social puede imaginar y construir un futuro distinto, más humano, justo y digno.

La verdadera Mejor Niñez no se logra con cambios superficiales en nombres o protocolos, sino con empatía, ética y justicia real.

Bibliografía

Arendt, H. (2006). Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen.

Defensoría de la Niñez (2022). Informe anual sobre la situación de los derechos humanos de niños, niñas y adolescentes en Chile. Santiago de Chile.

Fraser, N. (2008). Escalas de justicia. Barcelona: Herder.

Han, B.-C. (2017). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.

Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). (2018). Informe Anual 2018: Situación de los Derechos Humanos en Chile. Santiago de Chile.

UNICEF. (2020). Salud mental de niños, niñas y adolescentes en América Latina y el Caribe. Nueva York: UNICEF.

Testimonios extraídos de @rosscat_restauraciones (2025) Instagram de denucia y de rescate de las voces silenciadas.

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