El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Cambiar el mundo

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Por Kels

Al principio no sabíamos quiénes éramos

Luego el yo

Luego tú

¿Qué somos? ¿Qué importa?

Y de ahí hasta el final…

… o…

Seamos. Seamos.

Seamos lo que queramos.

1. Funeral

Poemas de mierda como ése es lo que yo escribía antes de escribir este libro. Poemas de mierda que subía a un blog. En pleno 2019 escribir un blog es como escribir con el dedo en la arena de la playa. No sirve para nada, y tiene algo de infantil. ¿Cómo pasé entonces de mis poemas de mierda y de mi blog de mierda a escribir un libro como éste? 

Alguien se murió. Tuvo que morirse alguien, una persona importantísima para mí, para que yo acabara afrontando el reto de escribir una obra de más de cien páginas y cero versos. Y es lo único importante que creo haber hecho en mi vida. Tuvo que morirse alguien para que yo madurara un poco. 

En realidad no bastó con la muerte para hacerme reaccionar. Uno no pasa de aspirante fracasado a persona digna así como así, ni con muertes de por medio. Tuvieron que obligarme. Fue así de explícito:

—Tienes que escribir todo esto —dijo Victoria. 

Permitidme contextualizar. 

Llovía. En Berlín, cuando llueve, llueve poco. Son nubes rápidas que aparecen, dejan un rastro leve de agua y se van. On y off. Pero sin marcharse del todo. Cielo gris, todo mojado. Yo ya había estado en ese cementerio antes. En Berlín, muchos se confunden con parques, sobre todo en barrios como Neukoln y Wedding. Yo había asumido que ya no funcionaban como cementerios, los había desprovisto del tono fúnebre, pero ahí estaba ahora, delante de un muerto. Este cementerio en particular era conocido por un restaurante ubicado en la antigua basílica donde servían espléndidos desayunos. 

Yo prestaba atención a esos detalles absurdos, como recordar la carrot cake del restaurante o las formas de la camarera que me lo sirvió, en lugar de afrontar lo que ocurría delante de mí. Ahí todavía no había madurado. Estaba a punto, pero todavía no. 

Gente vestida de negro. Lágrimas. Sentía con violencia la ausencia de los familiares, que no habían podido volar hasta aquí. Era en parte culpa nuestra que el entierro fuera aquí, en Berlín, a tres mil kilómetros de su lugar de origen. 

Costaba mirarse a las caras. Era más fácil escudarse en la capucha, sombrero o boina, y mirar al suelo. “Es que llueve”. 

Pero Victoria no miraba al suelo. El taladro de su mirada, sin lágrimas, me perforó la cara. No tuve más remedio que alzar la vista. Dolida pero firme, ella ya lo lloraría luego. Ahora estaba allí para que no nos desmoronáramos. Para que todo saliera más o menos bien ese día. Para que, si de verdad había salido algo útil y bueno de todos nosotros, que no se perdiera entre lloros y lluvia. 

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—Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?

No la había visto nunca tan guapa. Se había esmerado tanto con el maquillaje y el peinado, ojos negros, rostro puro y blanco, que parecía salida de una película. Bueno, en realidad todos parecíamos salidos de un rodaje de una peli de mafias de los años 20. Era todo tan irreal…

—Eh, mírame. ¿Me has oído? 

Asentí. Imaginé que me abofeteaba y me sacaba de mi ensimismamiento. No funcionó demasiado. 

—Tienes que escribir todo esto —dijo Victoria. 

—¿El qué? 

Victoria bajó la voz. 

—Todo lo que ha pasado. Todo lo que hemos hablado. Tiene que quedar todo expuesto. 

—Pero… 

—Da igual lo que hagan ellos. Déjales hacer, ya se han puesto en marcha con lo suyo. Pero todo lo otro, todas las ideas, las teorías, todas las conversación, lo que de verdad aportó cada uno, Omega… Todo eso, escríbelo. Se lo debemos. 

Se lo debíamos. No sabía muy bien por qué, soy un poco tonto a veces, pero si Victoria dice que se lo debemos, es que se lo debemos. 

—Sí —acepté—. Sí, claro. 

Y un terremoto de responsabilidad se desató en mi interior. 

Entonces me puse a escribir este libro. 

2. V  a  c  í  o

Mucho antes de eso, mi existencia en Berlín era miserable. No tenía amigos ni ahorros, y los sueños se me marchitaban al ritmo del otoño berlinés. Mi blog era una porquería, porque era un blog, y yo había asumido que todo lo que hacía era igual de porquería. 

El único amigo que tenía en Berlín se acababa de marchar. Me había dicho:

—Berlín es una ciudad muy guay, pero al mismo tiempo es un lugar horrible. Cuesta mucho hacer amigos. Y ahora empieza el frío. No tengo nada que me ate aquí. Me voy a México, al Caribe.

No lo dijo con esas palabras, pero lo dijo.  

Y se fue. 

Yo de eso entendí que esa única persona a la que yo consideraba amigo no lo consideraba en la otra dirección. Yo no era bastante amigo para que él se quedara aquí. 

A ratos me tomé la huida de mi amigo como algo personal por la posición en la que me dejaba. En otros ratos me daba igual, pero eso no solventaba mi soledad. Conforme avanzó el invierno y los días se hicieron más cortos, fríos y oscuros, la cosa empeoró. Un idioma perturbador y peleón tampoco ayudaba. 

Desde un punto de vista objetivo, todo estaba bien. Las necesidades básicas estaban cubiertas. Tenía techo y trabajo. Ganaba más que muchos de mis compañeros de la carrera. En Berlín, era fácil encontrar un trabajo para ir tirando. Y las condiciones eran buenas, la regulación laboral se cumplía, las horas extra te las pagaban y las vacaciones eran sagradas. Además, de vez en cuando conseguías que el médico te diera la baja sin que estuvieras enfermo y así obtenías vacaciones extra. Eso estaba todo genial. Sobrevivir no era el problema. 

El problema era vivir. 

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Salías un día a la calle. Frío, oscuridad, ruido, todo gris, soledad. Nada que hacer, nadie con quien pasar el rato. Gente anónima por todas partes. 

El verano había estado bien. Al poco de llegar a la ciudad, una vez superada la fase de encontrar casa, trabajo, papeleos y curso de alemán, sí que conocí gente nueva. Compartí planes y ratos con gente y lo pasé bien. El problema era que mucha de esa gente se marchó pronto. Algunos venían de paso: a un curso de idiomas o de Erasmus. Otros, habían venido a buscar trabajo y tras un par de años se iban ya. La gente se va rápido de lugares como Berlín o Londres a los que ha venido por la crisis. Otras personas que conocí cambiaron de trabajo o de estado civil, y los empecé a ver menos. De verlos un par de veces a la semana, pasé a verlos una vez al mes, y luego solo en un cumpleaños y luego ya dudé de que siguieran existiendo. Y el último que me quedaba se fue a México. 

Conforme avanzó el otoño, me imaginé a cientos de jóvenes del sur de Europa en mi misma situación. Habían migrado al norte a trabajar un par de años. “La crisis”, decían algunos. Otros querían aprender idiomas o cambiar de aires. A veces me los imaginaba todos juntos y contentos, riéndose felices. Otras veces me los imaginaba solos y tristes, como yo. No servía de consuelo. 

A la sensación que me agobiaba la empecé a llamar en mis escritos ‘el vacío’. El  v a c í o.   E l    v   a   c   í   o. Ese vacío era quien había expulsado a mi último amigo al Caribe mejicano. 

¿Y por qué no me iba con él?

Yo había elegido Berlín porque había oído que era la París del siglo XXI, un lugar artístico, abierto, loco y bohemio. Y quizás lo fuera, pero yo no había encontrado todavía ese lado de Berlín. Tenía ansias de escribir. Lo mío era la literatura, por eso lo del blog. Irme a México habría supuesto una derrota. No, no podía rendirme todavía. Mis estudios en filología y en cultura clásica tenían que servir para algo. “Salidas laborales: McDonalds”, decíamos en clase. 

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Me sentía solo y atascado. Estaba lejos de casa, en un lugar frío, inhóspito, alemán. Y además me sentía en la época equivocada. ¿Quién se dedica a la literatura en el siglo XXI? Berlín eran todo startups, arte contemporáneo, nuevas tecnologías, finanzas, ordenadores… Lo más cercano a literatura de lo que se hablaba en mis círculos era Netflix. ¿Acaso alguien lee libros en el siglo XXI? ¿Alguien lee poesía? 

Nadie habría apostado por mí. Ni si quiera yo mismo. Pero no me escapé al Caribe. Frustrado, miserable, usé la última opción que me quedaba. Abrí Facebook y busqué un grupo de literatura en español en Berlín. 

Y di con Felipe, el principio de la catapulta que me dispararía raro y lejos. 

3. Patata Azul

—Bueno, usemos un árbol. Tú dices que el árbol existe, ¿verdad? 

—Sí, obvio. 

—El árbol, un árbol, incluye sus partes. Tronco, ramas, hojas, raíces…

—Sí. 

—Bien. Imagina una sociedad, con otro idioma, donde, por lo que sea, llaman xárbol al tronco, las raíces y las ramas, pero al conjunto del follaje de todos los árboles lo llaman asdfg. ¿Podría ser, verdad? 

—…

—En ese idioma, xárbol es un sustantivo singular, mientras que asdfg es un colectivo. Lo traduciríamos como “manto de hojas”, pero para ellos no sería un concepto complejo, no les haría falta una locución, porque ya tienen la palabra asdfg. 

—Vale. 

—Ahora imagina otra sociedad de seres muy, muy pequeños, tan, tan pequeños que para ellos cada hoja es tan grande y tan particular que las llaman por sus nombres propios. 

—¿Nombres propios?

—Sí, tal como nosotros llamamos a Júpiter, Neptuno, Saturno… Las llamarían Hoja1, Hoja2, Hoja3…

—Creo que me he perdido un poco…

—Tranqui. Ahora mira por la ventana. Eso que ves ahí, ¿es un árbol? ¿Es un xárbol + un asdfg? ¿Es Hoja1 + Hoja2 + Hoja3… HojaN? ¿Qué hay?

—Hay un árbol. 

—¡Eso es una imposición cultural! 

—¡Pero el árbol existe! 

—¿Estás negando que hay un xárbol + un asdfg? 

—Lo puedes llamar como quieras, pero hay un árbol. 

—Si realmente hay un árbol, ¿se equivocan al llamarlo xárbol+asdfg?  

—Mmm… Dentro de su cultura, no. 

—Entonces, ¿qué hay ahí en realidad

—…

—Y si yo decido llamarlo patata azul, ¿qué pasa? 

—Pero es que eso ni es una patata ni es azul. 

—Correcto. Xárbol sería una terminología consensuada socialmente, mientras que patata azul no lo es. 

—Exacto. 

—O sea, que el árbol es un constructo social. 

—…

—El árbol existe. Está ahí. 

—El árbol no existe en sí mismo. Existe en tanto que has aprendido que es un árbol. 

—A ver, aunque no sepas lo que es un árbol, si corres contra él a toda velocidad, te metes una buena ostia. El árbol existe. 

—No sería un árbol contra lo que me golpearía. 

—¿Entonces qué sería? ¿Una patata azul? ¡No me jodas! 

—Lo que tú llamas árbol, es una constelación. 

—Lo podemos llamar como quieras, pero siempre estamos hablando de lo mismo. Eso-que-yo-llamo-árbol, si quieres. 

—Que está formado de partes. Ramas, tronco, hojas… 

—Sí. 

—Y esas partes, ¿acaso no están formadas de sus partes? 

—…

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—Podríamos empezar esta conversación otra vez. En lugar de árbol, podríamos poner el caso de una rama. Y luego otra vez con la hoja. Y nos encontraríamos con el mismo problema en cada una de sus partes. Todo está compuesto de partes, que a su vez están compuestas de partes que a su vez también están compuestas de partes. Y esas partes están compuestas de partes que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes, que también están compuestas de partes…

—Vale, vale, lo pillo. Tiene átomos y células y eso. ¿Pero de verdad me estáis diciendo que creéis que el árbol no existe? 

—¿Creer? No es una cuestión de creer. 

—El árbol es como una constelación—dice Felipe—. Como una tele rota que hace fshshshshsh.

(continuará)

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