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[COLUMNA] Entre el derecho a la propiedad y el derecho a la vivienda: los campamentos en Chile como espejo de una crisis

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Por Centro Social y Cultural Quilpué Resiliente

En Chile, los asentamientos informales, las llamadas tomas o campamentos, no son una rareza, sino la expresión más visible del déficit habitacional y de la desigualdad que atraviesa hace generaciones al país. Son la cara más cruda de una emergencia social: miles de familias que, ante la imposibilidad de acceder a una vivienda formal, optan por la única vía que se les abre para asegurar un techo, aun cuando ello implique irregularidad, riesgo de desalojo y amenaza de criminalización.

De acuerdo con el informe de TECHO-Chile (2025), existen 447 amenazas de desalojo a nivel nacional, lo que equivale a 43 mil 583 personas afectadas. La Región de Valparaíso lidera históricamente esta realidad, con 335 campamentos donde habitan más de 30 mil familias. Estas cifras representan hogares vulnerables que viven con la incertidumbre de perder no solo un techo, sino también el lugar donde han construido lazos comunitarios, redes de apoyo y arraigo territorial.

La pregunta de fondo es incómoda pero inevitable: ¿cómo resolvemos la tensión entre el derecho de propiedad y el derecho a una vivienda adecuada? La primera garantía, profundamente arraigada en nuestro ordenamiento y reforzada por la lógica neoliberal desde la dictadura, suele imponerse como principio absoluto. La segunda, reconocida en tratados internacionales como el Pacto DESC, permanece relegada a la categoría de aspiración más que de derecho exigible.

En la práctica, esta asimetría se traduce en políticas que privilegian la propiedad privada, incluso cuando está vacante o abandonada, por sobre la urgencia humanitaria de quienes carecen de un hogar. Bajo el actual gobierno hemos visto cómo se intensifican desalojos y operativos policiales que expulsan a familias enteras sin ofrecer alternativas habitacionales dignas.

Un caso reciente en Quilpué lo ilustra de manera brutal: el desalojo y la demolición de la Comunidad Terrazas de Marga Marga, en Calichero. Allí, decenas de familias perdieron no solo un techo precario, sino también años de esfuerzo comunitario. El operativo redujo a escombros un barrio en gestación, privilegiando la restitución del terreno por sobre el derecho a una vivienda adecuada. Este hecho refleja la lógica represiva que domina las respuestas del Estado: destruir antes que construir, expulsar antes que integrar.

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No se trata de desconocer que en torno a los campamentos existen también abusos: ventas ilegales de terrenos, cobros indebidos o conflictos con dueños legítimos. Estos fenómenos, sin embargo, no pueden justificar la criminalización de todas las familias que, en un acto de sobrevivencia, deciden levantar una mediagua en un sitio eriazo. La urgencia es distinguir responsabilidades: perseguir a quienes lucran con la necesidad ajena, y proteger a las familias que se ven forzadas a la informalidad.

El déficit habitacional, estimado en más de 600 mil viviendas, revela una política pública obsoleta. El modelo subsidiario, centrado en el acceso individual a la vivienda vía subsidio estatal, ha demostrado sus límites. La tardanza excesiva, los altos precios del suelo urbano y la concentración del negocio inmobiliario dejan fuera a quienes esperan durante años por un subsidio que, cuando llega, los expulsa a la periferia, lejos de sus comunidades y redes.

Frente a este escenario, urge explorar alternativas más integrales. Una de ellas es la radicación de campamentos con larga data. Estas comunidades no solo han levantado viviendas precarias: también han tejido relaciones de vecindad y arraigo. En muchos casos, son barrios en formación que el Estado podría fortalecer con inversión en urbanización y servicios, en lugar de desarticular mediante desalojos.

La experiencia internacional respalda esta visión. Uruguay, por ejemplo, ha impulsado políticas de autogestión y cooperativas de vivienda que permiten a las familias participar en la construcción de sus hogares. En Chile, iniciativas como las cooperativas de vivienda autogestionarias muestran un camino posible: producir hábitat desde la organización comunitaria, con apoyo estatal, pero sin someterse a la lógica del mercado inmobiliario.

La raíz del problema no está en los campamentos, sino en un modelo habitacional anclado en la mercantilización del suelo. Mientras no se avance en reformas profundas —como un banco de suelos públicos, mecanismos de arriendo protegido, inversión en cooperativas y programas de radicación— seguiremos atrapados en un ciclo donde el Estado actúa más como policía que como garante de derechos.

Un elemento crucial es la privatización y abandono de predios. En comunas como Quilpué abundan terrenos vacíos que se convierten en microbasurales o focos de incendios en temporada de sequía. Según datos municipales, en 2023 se notificó a 81 predios privados para ejecutar cortafuegos y planes de manejo, pero solo dos cumplieron (El Ciudadano, 2024). La paradoja es evidente: se criminaliza a las familias que levantan una mediagua en un sitio eriazo, pero se tolera la inacción de propietarios que, amparados en su derecho, no se hacen cargo de las externalidades que generan sus terrenos abandonados.

Este contraste revela cómo el suelo se concibe más como mercancía que como bien común. Su valor de uso queda subordinado a su valor de cambio y a la especulación inmobiliaria (Sabatini, 2000; López-Morales et al., 2019). Así, el derecho a la propiedad se protege con todo su peso cuando se trata de un terreno vacío, pero se diluye cuando el propietario incumple deberes básicos de cuidado, poniendo en riesgo a comunidades enteras.

La pregunta ética es clara: ¿vale más la propiedad de un terreno vacío que el derecho de una familia a vivir bajo un techo seguro? Si la propiedad es absoluta e intocable, el derecho a la vivienda seguirá siendo letra muerta. Pero si reconocemos que la dignidad humana debe estar en el centro de las políticas públicas, entonces debemos abandonar la lógica punitiva y abrirnos a soluciones que combinen justicia social, planificación territorial y participación comunitaria.

La reciente demolición de la Comunidad Terrazas de Marga Marga debe interpelarnos. Lo que allí se destruyó no fueron sólo viviendas, sino también sueños, redes y proyectos de vida. Quilpué nos muestra con crudeza el dilema nacional: o persistimos en un camino de exclusión que perpetúa la emergencia habitacional, o avanzamos hacia un horizonte donde el derecho a la vivienda deje de ser promesa y se convierta, por fin, en una realidad tangible para miles de familias que hoy viven en la intemperie de un Estado ausente.

BIBLIOGRAFÍA

Déficit cero & Instituto de Estudios Territoriales UC. (2024). Demanda social por vivienda en Chile:Una propuesta para estimar nuestro desafío habitacional.

El Ciudadano. (2024, marzo 9). Quilpué: Municipio notificó en 2023 a 81 predios privados para que hicieran cortafuegos y planes de manejo pero solo 2 cumplieron. El Ciudadano. https://www.elciudadano.com/chile/quilpue-municipio-notifico-en-2023-a-81-predios-privados-para-que-hicieran-cortafuegos-y-planes-de-manejo-pero-solo-2-cumplieron/03/09/

López-Morales, E., Sanhueza, C., Espinoza, S., & Órdenes, F. (2019). Verticalización inmobiliaria y valorización de renta de suelo por infraestructura pública: un análisis econométrico del Gran Santiago, 2008–2011. EURE (Santiago), 45(136), 31–52. https://doi.org/10.4067/S0250-71612019000300031

Ministerio de Vivienda y urbanismo, Cámara Chilena de la Construcción, Déficit Cero, & TECHO Chile. (n.d.). Déficit habitacional: Distintas miradas ante un desafío común. Mesa interinstitucional sobre Déficit Habitacional enero 2024.

Techo-Chile. (2025). Catastro Nacional de Campamentos 2024-2025. https://cdn.techochile.org/catastro/CN24-25-informecompleto.pdfSabatini, F. (2000). Reforma de los mercados de suelo en Santiago de Chile: Efectos sobre los precios de la tierra y la segregación residencial. EURE (Santiago), 26(77), 49–80. https://doi.org/10.4067/S0250-71612000007700003

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