[ENSAYO] ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?: la libertad como participación
Por Antonia Améstica Vassart
![[ENSAYO] ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?: la libertad como participación 1 thumbs b2 3da7861592a7b27d4eefdb195c0345fc](https://elarrebato.cl/wp-content/uploads/2025/09/thumbs_b2_3da7861592a7b27d4eefdb195c0345fc.jpg)
En una clase de Ciencia Política, el profesor preguntó quién estaría dispuesto a vivir por una causa. Muchas manos se alzaron. Luego preguntó quién estaría dispuesto a morir por una causa, y solo dos quedamos con la mano en alto: mi amigo Esteban y yo. Esteban, que es un hombre trans, dijo que estaba dispuesto a morir por ser quien es. Yo, en cambio, no supe responder por qué. Esa pregunta me persigue hasta hoy: ¿Por qué levantaría la mano ante la muerte? ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?
Ese gesto, mínimo pero irrevocable, abrió una fisura que convirtió una inquietud íntima en una pregunta filosófica, como la clasificaría Isaiah Berlin ¿En qué consiste vivir de verdad? ¿Qué significa entregarse por completo a algo más allá de uno mismo? ¿Puede haber libertad sin riesgo, sin cuerpo, sin participación?
Mediante el estudio de la biopolítica me propuse urdir un razonamiento que me permitiera dar una respuesta, o al menos intentarlo, a la pregunta por la libertad como participación. En un presente donde el poder ya no opera solo desde arriba, sino que se filtra en el ámbito más íntimo: nuestros deseos, ambiciones y afectos, la participación emerge como un gesto urgente, político, ético y estético. En una era dominada por inteligencias sucedáneas, por tecnologías que erosionan los vínculos, y por discursos que fetichizan la autonomía individual, este ensayo propone una defensa radical de la humanidad como praxis relacional: una reivindicación de la libertad como práctica compartida y encarnada.
Así, la tesis de este trabajo plantea que la libertad no es una facultad abstracta ni un atributo individual, sino una práctica situada de entrega y exposición. Contrapongo la noción liberal de libertad como simple capacidad de elección a una idea más arriesgada y comprometida: la libertad como participación activa en la vida común, como arte de entregarse a lo que nos excede.
El ensayo comprende cinco capítulos: I. El individuo como seta, II. La figura del mártir, III. La juventud abandonada, IV. La acción y V. Conclusión. A través de un estudio crítico de la biopolítica contemporánea, y considerando la libertad desde el pensamiento de Hannah Arendt, construiré un andamiaje conceptual que permita comprender cómo el entregarse por completo a una causa puede representar una forma de libertad silenciada en nuestra época.
El diagnóstico psicoanalítico de Žižek converge con la crítica biopolítica de Esposito y con la ética del reconocimiento de Butler. Leídos junto a Hannah Arendt, estos pensadores permiten comprender la libertad no como una esencia, sino como una práctica situada en el conflicto y la relación. Donde unos ven ideología, otros ven inmunidad y otros duelo; pero todos coinciden en que el yo, solo, no basta.
Así pues, me propongo reivindicar la libertad como participación: entendida como el arte de entregarse, de ser-con-otros, y de construir espacios para la vida más allá del yo ensimismado.
Morir por una causa, o mejor: vivir en riesgo por ella, como el acto último de libertad.
- EL INDIVIDUO COMO SETA: SER-CON-OTROS
Aunque se centra en cómo la ideología opera a nivel inconsciente, Slavoj Žižek, en “El sublime objeto de la ideología”, sugiere que en el capitalismo tardío se promueve una forma de subjetividad que refuerza la autorreferencialidad y el repliegue narcisista: “El sujeto postmoderno ya no cree en grandes causas, sino en pequeñas satisfacciones personales, en la autorrealización, en encontrar su verdadero yo”.
El individuo, entonces, no es un punto de partida, sino un efecto. Un resultado de prácticas, discursos, imágenes y deseos domesticados. Bajo el régimen neoliberal, ese deseo se vuelve objeto de gestión: es modulado por las lógicas de consumo, rendimiento y optimización. La identidad se convierte en mercancía; la libertad, en una opción entre productos; la felicidad, en una variable económica. La subjetividad misma se transforma en un proyecto de eficiencia privada. El individuo queda sumido en sí mismo, y todo lo que le rodea lo alienta a que continúe en ese encierro.
Como advirtió famosamente el poeta inglés John Donne: “No man is an island” Nadie es una isla. Somos en relación, en comunidad, y es en comunidad donde vivimos, resistimos y, a veces, florecemos.
Lo que esta lógica neoliberal oculta es que no hay verdadero “yo” al margen del mundo. El sujeto no es una mónada, sino una micela: una red de vínculos, memorias, herencias y proyecciones. Somos hongos, organismos que emergen de forma repentina sobre un terreno que nos precede. El hombre, como seta, aparece en un ambiente determinado, se alimenta de su historia y depende de su entorno para ser. En la escala del mundo, somos ínfimos, una breve condensación de lo vivo, pero incluso en esa fugacidad, un brote.
La metáfora del ser humano como seta me permite simbolizar la dependencia relacional y el entramado invisible, pero existente, de comunicaciones sutiles que hacen posible la vida. Los hongos se comunican bajo la tierra mediante redes de micelio: permiten que los árboles se nutran entre sí, que los suelos respiren, que la vida circule incluso sin que la veamos. Su existencia es subterránea y colaborativa, marginal pero esencial. Así también, nuestras vidas dependen de lo que no controlamos, de lo que no se ve, de quienes nos rodean.
Lo anterior me lleva de bruces al pensamiento de los cientistas sociales Sofía Servián y Javier Auyero, quienes en su libro “Cómo hacen los pobres para sobrevivir” hablan de una comunidad inherente a la existencia, de una supervivencia tejida colectivamente, en la que vivir no es nunca un acto individual, sino una práctica situada, compartida y profundamente interdependiente. La vida, como el micelio, se sostiene en vínculos invisibles, en redes que no siempre elegimos, pero sin las cuales simplemente no podríamos ser.
La experiencia de Esteban, narrada en la introducción, encarna esta idea. Su ser está inevitablemente ligado a la lucha por habitar un cuerpo en el mundo, una lucha que no se realiza en el terreno de la autorrealización privada, sino en la afirmación pública y colectiva de la existencia.
Esta crítica a la subjetividad como núcleo autosuficiente se refleja y matiza en Judith Butler, quién, desde otro marco, más ético que psicoanalítico, también desmonta la noción liberal de un yo autónomo. Si para Žižek el sujeto postmoderno es un producto ideológico que busca pequeñas gratificaciones privadas, para Butler ese sujeto es imposible sin una red de reconocimiento. Ambos coinciden en que la subjetividad no es un origen, sino una producción histórica, discursiva y afectiva, que requiere ser puesta en relación. Donde Žižek ve el goce fetichista del “yo”, Butler ve una negación de la dependencia constitutiva del ser humano.
Así también, como señala Butler en “Marcos de guerra”, la idea liberal de libertad como “elección autónoma” es una ficción ideológica, que omite un hecho fundamental: toda persona nace y vive dentro de redes de dependencia, lenguaje y normas sociales. La noción de un “yo” autosuficiente e independiente es insostenible. Desde esta perspectiva, la libertad no consiste en la ausencia de coacción. Representa más bien la posibilidad de actuar dentro de una estructura de dependencia compartida. Reconociendo tanto la vulnerabilidad propia como la ajena.
“No hay yo que pueda existir fuera de una red de relaciones, y por eso mismo, no hay libertad sin los otros.”
Así pues, se nos plantea la libertad como posibilidad de actuar dentro de una estructura de dependencia compartida, en la que reconocemos nuestra vulnerabilidad y la de los demás. La libertad no se alcanza replegándose sobre la propia individualidad, sino arriesgándose a ser-con-otros. La libertad, desde esta perspectiva, reside en el reconocimiento externo de la misma, que incluso cuando es negada, sigue siendo reconocida.
En esta red de interdependencias invisibles se revela que no somos autosuficientes ni inmunes. Si la libertad es ser-con-otros, entonces también es exponerse, entregarse, arriesgar la piel por motivos que la exceden. La pregunta que emerge sería: ¿Hasta dónde puede llegar esa entrega? ¿Qué sucede cuando esa libertad relacional implica poner en juego la propia vida? Aquí entra en escena una figura emblemática: el mártir. El cuerpo que se ofrece no como objeto de consumo, sino como símbolo y estandarte colectivo, político y vital.
- LA FIGURA DEL MÁRTIR: ENTREGAR LA PIEL
No es raro encontrar, a lo largo de la historia, personas que hayan dado su vida por una causa. James Baldwin, en una entrevista, sostenía que el mundo cambia gracias a unas pocas personas lo suficientemente apasionadas como para moverlo. El mártir, en este sentido, no es simplemente quien muere, sino quien elige exponer su vida por algo que considera más grande que sí mismo. Esa exposición, radical y voluntaria, instala una pregunta inevitable sobre el sentido de la libertad.
![[ENSAYO] ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?: la libertad como participación 2 973d527877f2519f80087d770c9a57f2](https://elarrebato.cl/wp-content/uploads/2025/09/973d527877f2519f80087d770c9a57f2.jpg)
Desde Thomas Sankara, asesinado en Burkina Faso por luchar por la descolonización, hasta Víctor Jara, que se entregó en vida y obra, persistiendo en la verdad y en el arte como denuncia y esperanza. En estas trayectorias la libertad no fue una idea abstracta, sino una práctica encarnada que implicó un costo vital.
Ahora bien, la muerte no ha sido siempre concebida del mismo modo. En distintas culturas, esta adquiere sentidos diversos. Un caso paradigmático es el de México, donde la muerte se inscribe como parte del ciclo vital y no como interrupción traumática. Otro ejemplo sería el del famoso valhalla vikingo, en el que morir en batalla significaba el ascenso hacia el cielo. Ese vínculo entre cuerpo, comunidad y trascendencia configura un fondo simbólico donde la figura del mártir no remite al sacrificio pasivo, sino a la persistencia vital en la memoria colectiva.
La figura del mártir, entonces, sigue operando como un arquetipo muy poderoso en nuestra cultura. Pero en la actualidad parece haberse vaciado de contenido. Pocas causas encienden con la suficiente fuerza como para llevar a alguien a soslayar su vida por ella. Podría decirse que se ha perdido ese ímpetu deseante, esa adrenalina moral que te empuja hacia lo peligroso por un bien mejor, pero eso sería reductivo. El ímpetu sigue, es parte de la condición humana: moverse. Pero en esta época, donde incluso el conocimiento es cooptado por la lógica de la producción capitalista, donde la creatividad se gestiona como recurso y las pasiones se administran como capital emocional, las grandes ideas parecen ridículas, pueriles o peligrosas.
Por eso, este ensayo propone una defensa de lo desbordante, de lo flamígero. Una idea encarnada en el cuerpo del mártir se relaciona con el resto de la sociedad como la chispa de la vida que puede encender la pradera: contagia, perturba, arrastra. Tomando la famosa ilustración del Leviatán de Hobbes, el cuerpo del mártir condensa otros cuerpos, se hace símbolo colectivo. Pero esto no significa abandonar el cuidado ni el juicio. La segunda mitad del siglo XX nos enseñó, con crudeza, que las ideas potentes pueden devenir en totalitarismos, fanatismos y devastación.
En ese sentido, la revolución liderada por Thomas Sankara es ejemplar: no se trataba de un culto a la muerte, sino de una política de vida justa, redistributiva y digna, enmarcada en estructuras legales. El riesgo estaba presente, pero nunca como destrucción por sí misma, sino como afirmación vital ante la injusticia.
Concluyo este capítulo recalcando que esto no es, de ningún modo una apología al suicidio. Pensar así sería no haber entendido el mensaje. Lo que aquí se propone es comprender que la libertad implica riesgo. No hay libertad sin exposición, sin desborde, sin cuerpo.
El mártir encarna esta libertad desbordante, una pasión que trasciende el yo para afirmarse en lo común y trascendente. Pero esa potencia parece hoy menguada. ¿Dónde están las causas por las que valdría la pena exponerse? La respuesta tal vez se encuentre no en la falta de pasión, sino en el abandono estructural que pesa sobre las nuevas generaciones. Lo que nos lleva a mirar hacia esos cuerpos jóvenes que hoy se sienten solos, disgregados, sin espacio donde actuar. Cuerpos que, al ser despojados de comunidad, quedan a merced de dispositivos inmunitarios que administran su vida, o su muerte.
- LA JUVENTUD ABANDONADA: INMUNITAS
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt señala con claridad que “el aislamiento es, como el terror, una condición esencial del dominio totalitario”. A diferencia de la soledad, que puede ser productiva, el aislamiento priva al ser humano de la posibilidad de actuar, de hablar y de establecer vínculos significativos con otros. Hoy, ese aislamiento no es consecuencia del encierro físico, sino de una hiperindividualización promovida estructuralmente. Vivimos una época en la que los cuerpos juveniles se han vuelto invisibles, atomizados, administrados. Los jóvenes se tocan menos, se ven menos, se quieren menos. El cuerpo se digitaliza, la subjetividad se privatiza, el deseo se gestiona algorítmicamente.
![[ENSAYO] ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?: la libertad como participación 3 17ea9c9820a027454ae684f0116bbf9c](https://elarrebato.cl/wp-content/uploads/2025/09/17ea9c9820a027454ae684f0116bbf9c.jpg)
Frente a esta precarización afectiva, emergen discursos que prometen orden y pertenencia. Pero no lo hacen desde la comunidad viva, sino desde la exclusión, el castigo y la identidad cerrada: el racismo, el machismo, los neofascismos. Lo que antes eran ideologías totalitarias, ahora se presentan como fórmulas de eficiencia o como “narrativas rebeldes” empaquetadas en retóricas antiprogresistas. El fenómeno de los “incels” ya dejó de ser solamente un “meme” para volverse una realidad preocupante. Cada día más jóvenes se ven sumidos en la soledad, lo que los lleva a adherirse al creciente fenómeno de los partidos de extrema derecha. Ante la incertidumbre surgen promesas vacías de pertenencia que instrumentalizan el vacío afectivo: el racismo, el machismo, los neofascismos.
El abandono de las juventudes no es un fenómeno nuevo, pero adquiere hoy una forma distinta. A la exclusión económica y a la frustración vital se suman el colapso climático, la sobreexposición digital y la pérdida de horizontes compartidos. En este escenario, los discursos totalizadores se vuelven nuevamente seductores. No porque las juventudes sean ingenuas o poco suspicaces, sino porque el mundo no les ofrece muchos otros lugares donde afirmarse.
Lo decía Arendt: “el totalitarismo encuentra su caldo de cultivo en masas que han sido abandonadas a la intemperie, sin estructuras sólidas de pertenencia, sin comunidad”. Y ese abandono no es solo económico: es afectivo, simbólico, político. Lo que permite el ascenso de Milei en Argentina, o de Bukele en El Salvador, no es simplemente la propaganda, sino un vacío de mundo. En sociedades donde no hay lugar para los jóvenes más que como fuerza de trabajo precarizada o como amenaza, la coerción arbitraria se vuelve común.
El totalitarismo histórico, como el nazismo, llevó al extremo la lógica inmunitaria: el pueblo como cuerpo enfermo, el enemigo como patógeno, la política como cirugía. Como decía el régimen chileno durante la dictadura: “extirpar el cáncer marxista”. Esa metáfora médica no es gratuita. Es la culminación de una biopolítica tanatológica, una administración de la vida que se convierte en política de muerte.
Como desarrolló Roberto Esposito en su libro “inmunitas”, remontándose a un concepto antiguo, la inmunidad (immunitas) es una categoría que protege al cuerpo, pero lo hace mediante una sustracción del vínculo, una suspensión de la obligación hacia el otro (munus). En términos políticos, la inmunización implica una defensa frente a lo común que, al intensificarse, puede volverse destructiva para el cuerpo social mismo. En lugar de producir comunidad (communitas), la lógica inmunitaria, cuando se absolutiza, genera aislamiento, segregación y muerte. El sujeto inmunizado, como el ciudadano neoliberal, se protege tanto que pierde toda relación significativa con los demás. En este sentido, la juventud contemporánea aparece como una población inmunizada y a la vez sacrificable: excluida del pacto social, tratada como residuo, pero sin posibilidad de reclamo.
En este punto, podemos considerar que Hannah Arendt anticipa, en clave ética y política, muchas de las intuiciones que luego desarrollarán autores como Roberto Esposito o Giorgio Agamben en torno a la biopolítica. La noción de que el poder moderno gestiona la vida (bios) de las poblaciones, de que decide quién merece vivir y quién puede ser dejado morir, encuentra en Arendt una prefiguración lúcida.
Es importante, sin embargo, no reducir la biopolítica a su versión negativa. Como ha mostrado Esposito, también hay en ella una potencia afirmativa. La vida no solo puede ser administrada o suprimida: también puede ser defendida, potenciada, cuidada. Pero para ello, es necesario repensar las condiciones del lazo social, del reconocimiento mutuo, del espacio público compartido.
El abandono de las juventudes produce un campo fértil para nuevas formas de dominación disfrazadas de promesas redentoras. Y cómo ese abandono debe ser comprendido no solo como un fracaso económico o institucional, sino como una fractura en nuestra relación con la vida misma. Frente a esa fractura, la libertad como participación implica, una vez más, un gesto de riesgo: el de reconstruir comunidad en un mundo que parece estar hecho de arena movediza.
Frente a este abandono afectivo, político y simbólico, la única respuesta verdaderamente transformadora se nos muestra en la forma de acción. No la acción como activismo vacío o performance fugaz, sino como aparición real en el mundo, como gesto ontológicamente público. Si el aislamiento destruye el lazo, entonces actuar sería reconstituirlo. Volver a la plaza, al rostro, al cuerpo que habla. Es aquí donde la noción de libertad como participación se vuelve más urgente: no como elección privada, sino como praxis colectiva. Para pensar esa acción en su dimensión ética y política, es necesario volver a Hannah Arendt.
- LA ACCIÓN
“La libertad como aparición en el espacio público ocurre solo en la acción.”
— Hannah Arendt, La condición humana
La acción, en el pensamiento de Hannah Arendt, no es cualquier tipo de movimiento o hacer. Es, más bien, la manera en que los humanos se insertan en el mundo humano. Supone aparecer ante otros, iniciar algo nuevo, hablar, asumir la imprevisibilidad y arriesgarse a la irreversibilidad. En suma: la acción es el teatro donde la libertad se realiza.
Frente al auge de la ansiedad, la depresión y los malestares contemporáneos, el mundo no ofrece una transformación estructural, sino un imperativo terapéutico: “cuida de ti”. Se nos enseña que todo está bien, siempre que no moleste demasiado. Pero en esa validación total, el sufrimiento se vuelve asunto individual, no síntoma colectivo. La terapia, en este sentido, puede devenir tecnología de adaptación al sistema, una vía hacia el conformismo emocional. Hablar, sanar, llorar, comprender el dolor: todo ello es crucial. Pero no alcanza con hablar de uno mismo. En una sociedad que nos ha convertido en consumidores de nuestro propio yo, el exceso de introspección puede ahondar el encierro. En vez de abrirnos al mundo, nos hunde más en él.
![[ENSAYO] ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?: la libertad como participación 4 30a93b26e8d5d677ffd25888c6508104 1](https://elarrebato.cl/wp-content/uploads/2025/09/30a93b26e8d5d677ffd25888c6508104-1.jpg)
En contraposición a esa introspección perpetua está el amor, que nos arranca del yo y nos hace salir al encuentro. En esta sociedad líquida, como advertía Bauman, donde los cuerpos se han vuelto mercancías afectivas, en proyecciones de un deseo administrado, cultivar relaciones duraderas se vuelve un gesto contestatario radical.
David Riesmanobservó que, en las sociedades modernas, especialmente en Estados Unidos, crece una paradoja: las personas viven en aglomeraciones urbanas, están más conectadas digitalmente, pero se sienten más solas, más ansiosas, más frágiles. Esa soledad no proviene del aislamiento físico, sino del vacío interior de quienes no tienen un “con quién”, ni un “para qué”.
Gilles Lipovetsky, en La era del vacío, también lo anticipó: el exceso de imágenes, pantallas, “contenido”, no es trivial; es anestesia. Trabajamos todo el día en algo que no nos gusta y llegamos a casa para atiborrarnos de algo que no nos importa. En ese contexto, la terapia puede convertirse en un alivio del síntoma, no en una transformación de la causa. Puede ayudar al oprimido a tolerar su opresión, y al opresor a evitar su culpa.
Marx, en sus Manuscritos de 1844, fue tajante:
“El trabajador se siente en sí fuera del trabajo y fuera de sí en el trabajo. Está en casa cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en casa […] Su trabajo no le pertenece, sino a otro.”El trabajo enajenado produce individuos enajenados. Y si el tiempo no fuera una mercancía, si hiciéramos lo que verdaderamente nos llena, quizá no necesitaríamos tanta terapia ni tanto autocuidado, porque no estaríamos tan rotos.
Es aquí donde Arendt ofrece una salida luminosa. En La condición humana, distingue tres formas de la vida activa:
Labor, que responde al ciclo biológico del cuerpo (comer, dormir, reproducirse);
Trabajo, que produce cosas duraderas, como casas, libros o herramientas;
Acción, que ocurre entre los hombres y es el espacio de lo político, de lo nuevo, de lo libre.
“La acción, con todas sus incertidumbres, es el ámbito propio de la libertad.”
La acción, entonces, no puede hacerse en soledad, no es mera decisión privada ni introspección: es irrupción en lo común, aparición ante otros. Tiene un carácter público y arriesgado. De ahí que, en tiempos donde la interioridad se convierte en mercancía y la política en espectáculo, actuar de verdad sea un gesto profundamente transformador.
Aquí se intercepta la noción de autopoiesis de Humberto Maturana: lo vivo se genera a sí mismo, pero solo en contacto con lo otro. También Sartre, en un giro extraordinario, dijo que somos responsables incluso de lo que hacen con nosotros, porque siempre podemos resignificarlo, transmutarlo. Esa capacidad de responder, de volver a empezar, eso es la libertad.
Esta es, también, una crítica al solipsismo del yo que se mira al ombligo. El oráculo de Delfos decía: “Conócete a ti mismo”. Pero una vez conocido, el reto es salir de ti. Porque no existe un “átomo humano”. La propia palabra átomo (ἄτομος) encarna ya un fracaso semántico: etimológicamente significa “indivisible”, pero desde el siglo XIX, con el desarrollo de la física moderna y la mecánica cuántica, sabemos que los átomos pueden, en efecto, dividirse. Así también el ser humano: nunca es una unidad cerrada, sino una composición compleja, abierta, escindida. Somos red, somos vínculo, somos traducción de otros.
Volviendo a la imagen de Donne: “Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo.”
Y en esa totalidad, hecha de herencia, deseo, daño, lenguaje y cuerpo, puede brotar una libertad que brote desde la otredad, que ya no necesite salvarse sola.
Frente a quienes, como Byung-Chul Han, proponen una retirada contemplativa, este ensayo defiende una vida activa, situada y comunitaria, donde la libertad no es interior ni propietaria, sino expuesta, arriesgada y compartida. Con Hannah Arendt como guía, pero también en diálogo con Javier Auyero, Roberto Esposito, propongo entender la libertad no como no-interferencia, sino como participación comprometida. Incluso a costa del cuerpo.
CONCLUSIÓN
Si bien comencé desde una pregunta íntima, no busco hacer del “yo” el centro de la reflexión. Al contrario: exponerlo aquí es una forma de dejarlo tambalear. El uso de la primera persona es un gesto táctico: un intento por mostrar cómo incluso lo más personal está hecho de vínculos, duelos, deseos heredados y cuerpos en lucha. El “yo” que escribe no es refugio, sino fisura; no es voz aislada, sino efecto de una red de relaciones que me preceden y me desbordan.
A lo largo de este trabajo he propuesto pensar la libertad no como un atributo individual ni como una interioridad psicológica, sino como una práctica encarnada de participación y entrega. En un presente marcado por el repliegue del yo, la inmunización de los vínculos y la gestión algorítmica del deseo, sostengo que liberarse no es protegerse, sino exponerse: aparecer en lo común, asumir el riesgo de actuar, habitar el conflicto, y afirmar la vida en un entorno que insiste en reducirla a mercancía, productividad o perfil digital.
Recorrimos figuras como el individuo neoliberal, la juventud abandonada, el mártir político y el actor que irrumpe en lo público. Cada una de ellas encarna un nudo del conflicto contemporáneo entre una libertad domesticada, entendida como mera capacidad de elección, y una libertad insurgente: relacional, política, corporal. Esta segunda forma, la que se arriesga, la que se entrega, es la que permite transformar lo dado e inaugurar lo que aún no existe.
Hoy más que nunca, cuando los discursos autoritarios regresan disfrazados de eficiencia, autenticidad o sentido común; cuando el presente ofrece opciones sin horizonte; cuando los cuerpos jóvenes se pierden entre algoritmos y precariedad, la libertad como participación ya no es solo una categoría filosófica: es una urgencia política. No basta con elegir: hay que crear. No basta con sobrevivir: hay que irrumpir. Decir “nosotros” donde solo hay fragmentos. Apostar el cuerpo, la vida, por algo que nos exceda y nos religa.
![[ENSAYO] ¿Hay algo por lo que yo daría mi vida?: la libertad como participación 5 aa9911cf9c637071e5e05b6a0377c5ec](https://elarrebato.cl/wp-content/uploads/2025/09/aa9911cf9c637071e5e05b6a0377c5ec.jpg)
Me gustaría cerrar con dos versos que fueron claves para el razonamiento de este ensayo. El primero, del cantautor italiano Giorgio Gaber:
La libertà non è star sopra un albero / non è neanche avere un’opinione / la libertà non è uno spazio libero / libertà è partecipazione.
(La libertad no es estar sobre un árbol / no es tampoco tener una opinión / la libertad no es un espacio libre / la libertad es participación).
El segundo, de Franco Battiato:
Non hai forza per tentare / di cambiare il tuo avvenire / per paura di scoprire / libertà che non vuoi avere / ti sei mai chiesto / Quale funzione hai?
(No tienes fuerzas para intentar / cambiar tu porvenir / por miedo a descubrir / una libertad que no quieres tener / ¿te has preguntado alguna vez / cuál es tu función?)
Defender la libertad como participación es, en el fondo, defender la vida como obra colectiva: como vínculo que no se cierra, como práctica situada y visible, como forma de estar-en-el-mundo con otros. Preguntarse por la propia función no en clave de propósito individual, sino de responsabilidad común. ¿Cuál es tu lugar en la trama? ¿Qué llama con tal fuerza que te hace salir de ti? ¿Qué causa es digna no solo de tu tiempo, sino de tu entrega?
Recuerdo la clase de Ciencia Política. ¿Estoy dispuesta a morir por una causa? Hoy sigo con la mano en alto. Creo que sí: hay algo a lo que dedicaría mi muerte —y más aún, mi vida—: la belleza, la poesía, la música. Aquello que, al desbordarnos, nos salva del encierro del yo. Como escribió Hölderlin: “el hombre habita poéticamente sobre la tierra”, y solo el ascenso arduo hacia lo ininteligible permite rozar la eternidad. Entregarse —a una causa, a un pueblo, a una obra— es una forma de resistencia contra el solipsismo narcisista de esta época.
Quizá la pregunta suene extrema. Morir por una causa puede parecer demasiado. No pretendo erigir un ideal sacrificial ni exigir que todos lo asuman. Pero sí propongo volver a poner esa pregunta sobre la mesa: no como mandato, sino como fisura. Porque quizás allí, en ese borde entre el yo y el nosotros, entre la interioridad y la entrega, se abra la veta por donde la individualidad se mezcle con el bienestar común, y donde la libertad sea un modo de vivir con los otros.