Chao, abuelos… la casa que dejamos
Por Jimena Améstica

Para ti.
El viento de poniente se levantó con más furia de lo habitual. El polvo que removió me atravesó los ojos y trajo el olor fétido de las cabras a toda la cuadra. Dentro de la casa, mi madre envolvía figuritas de porcelana con las hojas de una revista vieja. Había que desalojar con premura: los herederos del abuelo y la abuela negociaron la casa con una familia de cazadores; y yo, como una vil y menesterosa nieta, había sido expulsada con mi saquito lleno de recuerdos.
Me senté en la cuneta con mi desolación y la invité a un tabaco. Después de enrollarlo con algo de dificultad por la ventolera, lo prendí y le dimos la primera calada. Al frente, la procesión de mujeres no tardaría en llegar. Entraban hasta las habitaciones sin permiso para despedirse y con una mueca en la cara intentaban averiguar cuántos ceros tenía el cheque recibido. Habrá sido mi amargura o mi odio por los seres humanos, pero yo no veía solidaridad en sus rostros, sólo un gusto inmundo por saborear nuestro dolor.
Estoy dentro de las Uvas de la Ira, cargando la Hudson Super Six modelo 1926 como un Tetris y dejando todo lo demás abandonado a la merced de esos futuros habitantes. Desde aquí, imagino su desidia al descolgar las pinturas de ovejas y de caballos; de mujeres barrocas y naturalezas muertas. Los veo jugando al tiro al blanco con los retratos del tatarabuelo Fernando y caminando por la alfombra de yute con las botas llenas de barro.

Alguna niña con los dedos pegajosos se va a sentar en mi silla verde, la misma donde me tomaba la leche y veía a mi abuelo pelar manzanas con una navaja. Esa mujer de pelo oxigenado guardará sus trapos perfumados en el closet de pino Oregón, y con sus uñas de plástico despegará los stickers de Hugo y Alf con los que adorné las puertas. Todos se van a mirar en nuestros espejos y espantarán con sus narices monumentales a nuestros fantasmas.
Soy de sentimientos retroactivos. No dejo de pensar en lo que nunca antes me importó: las cortinas zurcidas de la tía Segunda y los jarrones chinos que brillaban de limpios, azules y feos en el pasillo de la cocina.
¿Será que mis muertos ya se habrán enterado de nuestra partida, o les sorprenderá la ausencia una mañana de abril a las cinco de la tarde? ¿Será que quieran buscarnos en el exilio? Cualquiera sea la respuesta, no dejaré nada al azar, todavía me quedan algunas migas de pan para marcarles el camino.