El humor perdido en la Argentina de Milei
Por Silvina Ojeda, fotoperiodista.

Argentina se siente distinta, herida y cansada. La coima en el área de discapacidad no fue sólo un escándalo económico: fue tocar lo más humano que tenemos. Derechos conquistados durante años, espacios terapéuticos, reconocimiento social de la vulnerabilidad, todo quedó cercenado, y con ello la paciencia de quienes alguna vez apoyaron al gobierno de Javier Milei. Es un quiebre que no aparece en los diarios como un número, sino en gestos, miradas y murmullos que recorren hospitales, plazas y calles de todo el país.

En toda Argentina, el humor social se ha perdido. Antes había cierta complicidad silenciosa, una tolerancia resignada hacia decisiones cuestionables. Hoy, esa complicidad se transformó en incredulidad y rechazo. La gente comienza a mirarse con desconfianza y a cuestionar decisiones que antes pasaban inadvertidas.
La politóloga Laura Iturbide lo llama un “juego de suma negativa”: todos pierden, aunque algunos más rápido que otros, y nadie se salva del impacto de políticas que no buscan redistribuir la riqueza ni fortalecer derechos conquistados. Cada movimiento en el tablero político termina afectando a todos, y el resultado es un país donde la frustración se siente palpable, como una humedad que cala los huesos en invierno.
Violeta Bohoslavsky, psicóloga, lo explica con crudeza: cuando el Estado cercena derechos, invisibiliza a quienes más necesitan reconocimiento, se genera un caldo social donde la frustración se descarga. Esa descarga no necesariamente se transforma en violencia física, pero sí en violencia simbólica, gestos de indignación, discusiones en radios y redes, y en un malestar que se respira en cada conversación. “No te reconozco tus derechos, no te reconozco como un sujeto humano que merece atención”, dice Violeta. En esa frase se condensa lo que muchos sienten al ver vulnerados sus espacios de seguridad y cuidado. La anulación de la subjetividad del otro, especialmente cuando se trata de personas con discapacidad, activa mecanismos de rebeldía silenciosa y frustración que se filtran en la vida cotidiana.

La escena política en Argentina ilustra esa tensión de manera cruda. Durante un acto de campaña, Javier Milei aparece en un auto acompañado por Espert y Karina Milei, mientras vocifera insultos contra alguien del pueblo, puteando sin freno. La indignación colectiva se hace visible: un ciudadano, del enojo y la ironía de la situación, le arroja un brócoli. Ese brócoli no es solo un vegetal, sino un gesto simbólico de simetría de poder: un acto pequeño, cargado de frustración, que refleja que la autoridad, por más grande que se crea, no puede borrar del todo la voz y la reacción de los ciudadanos.
Argentina no sólo pierde derechos, sino que pierde humor y confianza. En hospitales, centros terapéuticos y oficinas de asistencia social, se perciben historias de personas invisibilizadas, que ven cómo el Estado no solo falla en su rol de acompañamiento, sino que legitima un discurso de violencia verbal que termina permitiendo la descarga social. Violeta Bohoslavsky habla de cómo este tipo de legitimación del Ejecutivo funciona como un rebote: “El discurso genera un efecto de expulsión autodestructiva que se descarga en uno mismo o en otros. Cuando se acumula, aparecen conductas cada vez más agresivas en la sociedad”.

El fenómeno no es abstracto: se ve en el ausentismo electoral, en las críticas constantes en redes sociales, en discusiones que antes se evitaban. Todos los sectores políticos se encuentran atrapados en laberintos internos: el oficialismo en la necesidad de sostener la economía mediante endeudamiento externo y ajustes que afectan a los sectores más vulnerables, y la oposición en internas visibles que no logran articular un mensaje que convoque. Entre estos movimientos, el principal enemigo es la desesperanza del pueblo, que no responde a la racionalidad de la teoría de juegos sino al descontento acumulado de derechos arrebatados.
La coima en discapacidad se percibe como el límite de lo tolerable. Mientras otros errores se podían justificar como decisiones económicas o políticas, tocar lo más vulnerable —el derecho a la salud, la atención y los espacios terapéuticos de quienes ya sufren desigualdades— produce un quiebre. Es aquí donde se siente con claridad el juego de suma negativa: nadie sale indemne, y la política deja de ser un tablero distante para convertirse en un impacto directo en la vida de la gente.

En Argentina se perciben microescenas de resistencia silenciosa. Personas que antes se mostraban tolerantes o indiferentes ahora cuestionan todo. La frustración se convierte en diálogo, en pequeños actos de rebeldía, en gestos que, sumados, muestran un país que ya no acepta la invisibilización. La descarga de malestar no es un llamado a la violencia, sino un reflejo del dolor acumulado por años de decisiones que cercenan derechos y el reconocimiento humano.

El futuro cercano parece marcado por esta tensión: elecciones en octubre que prometen definir bancas y poder, pero que se desarrollan en un clima donde la confianza está fracturada y la sociedad empieza a actuar como una masa que siente, entiende y reacciona ante lo que percibe como injusticia estructural. La sensación generalizada es que, mientras el juego continúe en términos de suma negativa, todos perderemos, y que la política, cada vez más distante de las personas, necesita urgentemente reconectar con la dimensión humana de sus decisiones.
Argentina, en este 2025 de derechos arrebatados y humor social perdido, muestra un país donde la frustración colectiva refleja miedo, indignación y una sensación de injusticia que no encuentra salida en los canales tradicionales de la política. La coima en discapacidad, el desdén por la redistribución de la riqueza y el debilitamiento de los derechos conquistados se convierten en símbolos de un juego en el que todos perdemos, pero donde aún se perciben, en los gestos cotidianos de rebeldía silenciosa —como el brócoli que vuela desde la multitud hacia un presidente que insulta— señales de que la sociedad sigue viva, observando y resistiendo.