[OPINIÓN] Gaza: la vergüenza de haber visto y no haber hecho nada
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Por Diego Verdejo Cariaga, Sociólogo, Magíster en Análisis Sistémico y candidato a doctor en Ciencias Sociales
Hay épocas que no se comprenden por su progreso, sino por sus fracturas. Tiempos donde lo humano se vuelve irreconocible, donde la historia no avanza, sino que se desangra. Gaza es hoy una herida abierta que no deja de supurar, no sólo por la violencia brutal que la asfixia, sino por el silencio sofisticado que la permite.
La condición humana -esa noción que Occidente ha elevado con orgullo como signo de su madurez moral y racional- se quiebra frente a cada imagen que llega desde ese rincón del mundo. No se trata únicamente de cuerpos aplastados bajo los escombros ni de hospitales bombardeados; se trata del colapso de toda pretensión ética que alguna vez haya querido sostenerse sobre los pilares de la razón.
La lógica que busca justificar el exterminio no es un extravío de la barbarie; es la coherencia de una razón instrumental que ha aprendido a gestionar la muerte con eficiencia militar. La racionalidad que proclamó los derechos humanos como bandera universal, hoy administra la limpieza étnica con drones y resoluciones ambiguas.
Occidente no ha dejado de hablar de civilización, democracia y libertad. Pero cada palabra se transforma en ceniza cuando se pronuncia al tiempo que se mutila a una población entera. La misma mano que firma acuerdos de paz financia armas. La misma voz que llama al diálogo, calla cuando el verdugo es su aliado. La misma mirada que se estremece por un atentado en Europa, desvía los ojos cuando la infancia es palestina. ¿Qué clase de humanidad es esta, capaz de componer sinfonías y construir campos de concentración, de diseñar vacunas y justificar genocidios?
Lo intolerable no es sólo la matanza. Lo intolerable es que la matanza sea tolerada. Que la vida se haya vuelto una variable geopolítica. Que la existencia de un pueblo se someta al cálculo estratégico de intereses que hablan en nombre de la paz mientras apuntan misiles.
Y aquí, del otro lado de la pantalla, no estamos exentos. Hemos visto. Y una vez que se ve, ya no se puede volver a no ver. No somos inocentes. No hay ignorancia posible en tiempos de hipervisibilidad. Sabemos. Sabemos quiénes mueren, sabemos quiénes matan, sabemos quiénes callan. Y eso nos coloca en una posición que no es neutral, por más que lo deseemos. En estos tiempos, la neutralidad no es otra cosa que una forma de complicidad cuidadosamente maquillada.
La pregunta, entonces, no es si podemos hacer algo, sino si soportamos vivir sabiendo que no hicimos nada. ¿Qué queda de lo humano cuando se acepta la muerte de los otros como un costo aceptable? ¿Qué sentido tiene hablar de dignidad, si esa palabra no tiembla ante la imagen de un niño solo, abrazando el cuerpo frío de su madre?
Ver ya es estar implicado. Y si no actuamos —aunque sea para decir con todas las letras lo que ocurre—, nos convertimos en parte de aquello que fingimos condenar. No hay distancia segura entre el que mata y el que calla. Y esa es quizás la verdad más incómoda de esta hora: que nuestra humanidad se define menos por lo que decimos ser que por lo que dejamos morir sin resistir.
Porque no hay un diseño divino que nos absuelva ni un plan maestro que nos excuse. No fuimos concebidos por una mente superior que determinó nuestro propósito: somos nosotros quienes lo definimos. Cada acción, cada omisión, cada palabra que pronunciamos o evitamos pronunciar es un trazo en el rostro de quienes somos. No hay esencia previa que nos ampare: existimos, y luego decidimos qué ser. Podemos aflorar o pudrirnos. Podemos construir un mundo donde la vida sea digna —o podemos dejar que se extinga entre bombardeos y justificaciones.
No hay consuelo posible en la idea de que el mundo siempre ha sido así. Esa frase, tantas veces repetida para justificar la inacción, es apenas una coartada para sobrevivir sin culpa. Pero la culpa no desaparece. Se acumula. Se inscribe en la historia. Y un día —cuando ya sea demasiado tarde— nos miraremos al espejo y no sabremos quiénes somos. Porque habremos perdido no solo a los otros, sino a nosotros mismos.
Quizás el mayor crimen de este tiempo no sea el genocidio en sí mismo, sino que hayamos aprendido a vivir con él. A justificarlo. A relativizarlo. A ponerle condiciones para poder nombrarlo. A sentarnos a comer mientras ocurre. A mirar la pantalla y luego cambiar de canal.
Y quizás, cuando todo esto pase —porque todo pasa, incluso el horror—, alguien escriba sobre nosotros no como los testigos de una tragedia, sino como los autores de una renuncia. La renuncia a ser humanos, cuando más se necesitaba serlo.