Belén no es un pesebre, es un espejo

Por Diego Verdejo Cariaga
Cada diciembre repetimos el gesto: ponemos un pesebre, colgamos luces, cantamos paz. Y, sin embargo, el relato original nunca fue una postal. Fue una escena política. Un niño nacido en una periferia del imperio, en un territorio ocupado, en condiciones precarias, con una familia desplazada y vigilada por el poder. Lo que después se volvió tradición, empezó como una anomalía, la vida abriéndose paso donde el orden decía que no debía.
Por eso, si uno se toma en serio a Jesús de Nazareth —no al Jesús decorativo, sino al que camina, habla, incomoda y termina ejecutado— la pregunta inevitable es esta ¿qué hacemos con una fe (o una cultura) que celebra su nacimiento mientras su tierra se desangra? Hoy Belén intenta recuperar algo de normalidad tras años de celebraciones disminuidas por la guerra, pero lo hace en un contexto de tensión permanente, restricciones de movimiento y crisis económica por el desplome del turismo.
Jesús contra el Capital: no “espiritual”, sino material
Se ha domesticado tanto a Jesús que a veces cuesta ver lo obvio: su mensaje, leído con honestidad, choca frontalmente con la lógica del Capital cuando éste se vuelve un absoluto. Jesús no predica una moral individualista de “portarse bien”; predica una inversión del mundo. Los últimos primero, los hambrientos saciados, los poderosos desplazados de su trono. Eso no es poesía, es conflicto con el orden.
Y cuando ese orden se sostiene en la acumulación —en la idea de que la vida vale según lo que produce, compra o “rinde”— el choque es directo. Jesús habla de deudas y perdones, de pan compartido, de mesas abiertas, de riqueza como riesgo espiritual y político. Se rodea de quienes el sistema desecha: pobres, enfermos, mujeres marginadas, trabajadores sin prestigio. Y cuando entra al templo y vuelca las mesas de los cambistas, hace un acto simbólico brutal, denuncia la alianza entre religión, mercado y autoridad, ese triángulo que convierte lo sagrado en mercancía y a las personas en instrumentos.
No hace falta convertirlo en panfleto, basta con no reducirlo a un coach emocional. El “reino” del que habla no es un más allá etéreo; es una reconfiguración del aquí y ahora. Y si hoy decimos “Capital” para nombrar una racionalidad que convierte todo en costo/beneficio —la educación, la salud, la naturaleza, incluso el duelo— entonces Jesús aparece, inevitablemente, como una figura anti-idolátrica, como alguien que llama “dios falso” a la riqueza cuando ocupa el lugar de lo humano.
En palabras simples: Jesús no encaja en un mundo donde la vida se mide en indicadores y la dignidad depende de la productividad. Su revolución no es un golpe de Estado; es una erosión permanente del sentido común del mercado. Compartir en vez de competir; cuidar en vez de explotar; dignidad sin condiciones.
Palestina hoy: celebrar el nacimiento mientras se niega la vida
Y aquí viene lo insoportable, ese niño que celebramos nació en Belén. En Palestina. Y este 2025 llegamos a Navidad con un saldo humano que ya desborda cualquier capacidad moral de “normalizarse”.
Reuters reportó que, al 29 de noviembre de 2025, el Ministerio de Salud de Gaza cifraba en más de 70.000 las personas muertas a causa de la ofensiva israelí, en un conteo que sigue aumentando incluso después del cese al fuego por los cuerpos recuperados entre escombros.
Y aunque existe un supuesto alto al fuego desde octubre de 2025, la violencia no desapareció, Reuters informó hoy que el Ministerio de Salud de Gaza afirma que más de 400 personas han muerto desde que el cese al fuego entró en vigor, mientras ambas partes se acusan de violarlo. Las iglesias locales, en su mensaje navideño de 2025, lo dicen sin eufemismos: celebran que el alto al fuego permita una Navidad más visible, pero advierten contra el autoengaño del “paz, paz” cuando “cientos” siguen muriendo o quedando gravemente heridos.
En Cisjordania, donde está Belén, la presión también escala. OCHA documentó decenas de ataques de colonos en diciembre que causaron víctimas o daños, en un clima de operaciones militares, expansión de asentamientos y restricciones de movilidad. Y Reuters reportó ayer que el ministro de Defensa israelí dijo que el ejército permanecerá en Gaza “indefinidamente” y anunció nuevos planes vinculados a presencia y asentamientos, en medio de una política pro-asentamientos que sigue tensando el escenario.
Entonces, cuando alguien dice “masacre”, no está usando solo una palabra emocional, está intentando nombrar algo que, por su escala y repetición, rompe el lenguaje corriente.
Navidad sin anestesia
Belén hoy no es solo un símbolo religioso. Es un test moral. Porque no basta con “condenar la violencia” en abstracto mientras se tolera la violencia concreta: la que cae con mayor peso sobre cuerpos palestinos, sobre niños, sobre familias enteras, sobre ciudades reducidas a ruinas. Y no basta con repetir “es complejo” como coartada para no mirar. La complejidad no suspende el derecho internacional ni cancela la obligación de proteger civiles.
Si Jesús tiene un sentido revolucionario —y lo tiene— ese sentido empieza cuando dejamos de usar su nombre para decorar nuestra tranquilidad. La revolución de Jesús no es compatible con la indiferencia. No es compatible con la normalización de la muerte. Y, sobre todo, no es compatible con el gesto de celebrar “paz en la tierra” mientras aceptamos un mundo donde la vida palestina (y también la israelí, cuando se la instrumentaliza) se vuelve ficha en un tablero geopolítico.
Navidad, tomada en serio, no es un evento, tiene que ser una pregunta.
¿Dónde está hoy el pesebre? ¿En qué cuerpos nace la intemperie? ¿Qué significa “Dios con nosotros” cuando “nosotros” se ha achicado hasta incluir solo a quienes se parecen a mí?
Y si alguien quiere un cierre menos litúrgico y más concreto, aquí va: una Navidad coherente —creyente o no— sería exigir alto al fuego real y sostenido, protección efectiva de civiles, acceso humanitario y un horizonte político donde los palestinos no estén condenados a vivir como enemigos perpetuos, sino como seres humanos con el mismo derecho a existir con dignidad.
Si el nacimiento en Belén no nos mueve a eso, entonces quizás lo que estamos celebrando no es a Jesús, sino la capacidad del mundo —y del Capital— de valorizar el valor, o sea, para convertir incluso la esperanza en mercancía.
