El país del cansancio y el retorno del miedo: voto utilitario, Kast y la batalla por dignidad

Por Sofia Varas Rojas, socióloga, especialista en salud mental, infancias y derechos humanos
Chile no vota solo por un presidente. Vota por su memoria, por sus cuerpos, por sus niños, por sus mujeres y por el tipo de trabajo que seguirá marcando la vida cotidiana. Que tu voto jamás ayude a que salga alguien de extrema derecha.
Chile llega a una nueva elección con el alma cansada. Cansada de promesas incumplidas, de abusos normalizados, de violencias que ya no escandalizan. En este país fatigado, donde el mercado se metió hasta en los afectos, reaparece con fuerza una figura que promete orden, autoridad y corrección moral: José Antonio Kast. Y con él, reaparece también algo más profundo: el deseo social de castigo, la tentación de que alguien ponga límite a todo, incluso a la democracia misma.
Como advierte Byung-Chul Han (2012), las sociedades del cansancio ya no necesitan represión externa: se autoexplotan, se autocastigan, se controlan desde adentro. En ese paisaje emocional aparece la figura del líder autoritario como alivio simbólico: alguien que promete hacerse cargo del caos, aunque ese orden tenga costos humanos.
Por eso esta elección no es solo política. Es existencial. No da lo mismo por quien votas!
La batalla por la memoria: símbolos, nostalgias y los nuevos rostros de la ultraderecha
El ascenso de rostros como José Antonio Kast en Chile no puede entenderse como un fenómeno aislado, sino como parte de una tendencia global: la revalorización de identidades autoritarias, la nostalgia por regímenes opresores y la reivindicación de símbolos históricos de violencia. En Europa, partidos como Fidesz en Hungría han reconstruido su base de apoyo apelando precisamente a esa memoria colectiva selectiva, redefiniendo monumentos, discursos y símbolos para legitimar una agenda conservadora fuerte (Olza-Bozoki & Fleck, 2024).
El modus operandi es claro: reinterpretar crisis sociales como fallas del “liberalismo cultural” o del “progresismo moral”, situando como enemigas a las élites cosmopolitas, las minorías y quienes promueven derechos sociales. Esta estrategia, según estudios sobre populismo cultural, transforma disputas económicas y sociales en disputas identitarias, desplazando lo estructural hacia lo simbólico (Olbrich & Banisch, 2021). La memoria histórica se convierte en terreno de disputa, donde lo simbólico himnos, banderas, nostalgias recupera su fuerza para movilizar miedos, resentimientos y deseos de “orden”.
El caso chileno guarda muchas resonancias con esas experiencias. El respaldo público, abierto o tácito, al legado del autoritarismo como el deseo de reinstalar valores del régimen pasada no es solamente una afrenta moral a las víctimas de la represión; es una señal de realineamiento político e institucional. Como advierte un analista citado en prensa, Kast “está lleno de huellas digitales de cómo comulga con la ultraderecha” internacional, relacionándose con referentes como Viktor Orbán, Marine Le Pen o Jair Bolsonaro, lo que sugiere un proyecto compartido, global, de redefinición del contrato social.
En este sentido, la memoria deja de ser un patrimonio colectivo para transformarse en instrumento de poder. Como en Hungría, donde Fidesz busca reescribir la historia pública mediante símbolos, arquitectura monumental y narrativas nacionalistas la derecha no sólo gana elecciones, gana espacios simbólicos, determina qué debe recordarse, qué olvidarse (UnHerd, 2024). Si en Chile se consolida una fuerza política que relativiza los crímenes del pasado, minimiza la memoria de los desaparecidos o reivindica figuras autoritarias, estaríamos ante un serio retroceso institucional: no solo cambios de políticas, sino de sentido común y de legitimidad democrática.
Por último, lo que se juega es mucho más que una disputa electoral: está en juego el tejido simbólico de la convivencia social. La reinstauración de símbolos autoritarios no solo polariza la sociedad, sino que genera heridas nuevas, con potencial de violencia simbólica, exclusión y estigmatización. El ascenso de la ultraderecha global, su reconfiguración como fuerza cultural y emocional, y su efecto sobre la memoria colectiva representan un peligro tangible para la democracia: convierten el pasado traumático en capital político. El futuro de Chile dependerá, en buena medida, de la fuerza con que las instituciones, la sociedad civil y la ciudadanía defiendan una memoria que dignifique, que recuerde, y que impida la normalización del miedo, la desigualdad y la opresión.
Infancia: del cuidado al castigo
Chile enfrenta una de las crisis institucionales más profundas de su historia reciente en torno a la protección de la infancia, evidenciada en el colapso del ex-SENAME. La violencia estructural, los abusos y las muertes revelan lo que Foucault (1975) denominaría una “biopolítica fallida”, donde el Estado abandona su función de resguardar la vida. Esta crisis no es un accidente, sino una expresión de desigualdades acumuladas. El desastre institucional no solo expone fallas administrativas, sino una crisis ética colectiva. Así, la infancia se vuelve un espejo de las fracturas del propio país.
Ante este escenario, la extrema derecha propone respuestas ancladas en el punitivismo y el control, reforzando un imaginario que convierte a los niños vulnerados en potenciales infractores. Esta mirada coincide con lo que Garland (2001) identifica como “la cultura del control”, un giro político que prioriza el castigo sobre la prevención. En lugar de reparar la deuda histórica con la niñez, se opta por ampliarla mediante el encierro y la vigilancia. El niño deja de ser reconocido como sujeto de derechos. Se instala así un paradigma donde el miedo desplaza a la protección.
La advertencia de la psicóloga argentina Silvia Bleichmar (2008) resulta especialmente pertinente: criminalizar a la infancia implica renunciar simbólicamente al futuro. Desde una perspectiva sociológica, esta renuncia expresa la incapacidad del Estado para articular comunidad y cuidado, elementos esenciales en la producción de cohesión social. La protección de la infancia exige políticas integrales: salud mental, educación fortalecida, redes familiares y comunitarias robustas. Ninguno de estos elementos puede surgir de la lógica punitiva. La infancia requiere presencia estatal, no represión.
Sin embargo, el paradigma que encarna Kast se inscribe en una tradición disciplinaria que, siguiendo a Foucault (1975), busca moldear cuerpos antes que garantizar derechos. Esta visión reduce el problema social a fallas morales individuales, ignorando las condiciones materiales que producen vulnerabilidad. La apuesta por la disciplina sobre el cuidado revela una concepción autoritaria del orden social. Así, la política deja de ser un instrumento de protección y se transforma en una tecnología de control. En este marco, el futuro de la infancia se vuelve rehén de un proyecto que confunde autoridad con abandono.
Pero el paradigma de Kast no es el del cuidado. Es el de la disciplina.
Educación: la fábrica de la desigualdad
El sistema educativo chileno constituye uno de los dispositivos de segregación más profundos y persistentes del país, no como efecto colateral, sino como consecuencia de un diseño político intencional. En términos sociológicos, responde a lo que Pierre Bourdieu (1999) describió como un “mecanismo de reproducción estructural”, donde la escuela deja de ser una vía de movilidad social para transformarse en un espacio que certifica y cristaliza desigualdades previas. La derecha económica y política apoyó esta arquitectura institucional durante décadas, entendiendo la educación como un mercado antes que como un derecho. Así, la segregación se convierte en una política de Estado, no en un accidente histórico.
Carlos Ruiz Encina (2016) ha mostrado que la matriz neoliberal chilena utilizó la educación como un dispositivo de separación social: por ingresos, territorio y capital cultural. Esta estructura se sostiene sobre lo que Nancy Fraser (2013) denomina “desigualdades institucionalizadas”, donde las oportunidades no se distribuyen según mérito, sino según origen social. Desde la filosofía política, este modelo encarna lo que Rawls (1971) habría criticado como una injusticia estructural: un sistema donde las condiciones de partida determinan, casi enteramente, el destino. El aula se transforma así en la primera frontera del país, donde se delimita quién accede a capital simbólico y quién queda atrapado en circuitos de exclusión.
La defensa que José Antonio Kast realiza de este modelo educativo reafirma dicha lógica. En lugar de fortalecer una educación pública robusta, propone intensificar la competencia entre instituciones, siguiendo la premisa neoliberal de que el mercado asigna mejor los recursos que el Estado. Como advierte David Harvey (2005), este tipo de políticas convierte los derechos sociales en bienes transables cuyo acceso depende de la capacidad de pago. Desde una mirada filosófica foucaultiana, se trata de un régimen donde la gubernamentalidad neoliberal regula la vida mediante incentivos, rendimientos y rankings (Foucault, 2007). El resultado es un sistema que legitima desigualdades mientras las presenta como elecciones individuales.
Desde el punto de vista periodístico, este debate no es abstracto: se refleja en cifras, trayectorias vitales y realidades escolares que se repiten año tras año. Las investigaciones de CIPER y otros medios han mostrado cómo la segmentación educativa reproduce la geografía de la desigualdad: escuelas de élite en enclaves protegidos, establecimientos precarizados en territorios marginados, y un sistema público debilitado por diseño. Como señala Žižek (2008), los modelos neoliberales tienden a convertir problemas estructurales en responsabilidades personales, culpando a las familias por “elegir mal”, mientras se ocultan las barreras materiales. La defensa del mercado en educación, entonces, no es solo una propuesta técnica; es un proyecto moral y político que define qué vidas merecen oportunidades y cuáles quedan subordinadas al azar del origen. En su mundo, educarse no es un derecho: es una inversión.
Mujeres: cuando el cuerpo vuelve a ser frontera política
El avance de la extrema derecha suele ir acompañado de un retroceso en los derechos de las mujeres, no como eslogan militante, sino como un patrón histórico ampliamente documentado. Desde una perspectiva sociopolítica, estos movimientos buscan reinstalar formas tradicionales de autoridad que reafirman jerarquías de género. Como señala Butler (2004), las crisis políticas suelen activar deseos de restauración normativa. En este contexto, los derechos conquistados por las mujeres son percibidos como amenazas a un orden patriarcal en recomposición. La historia reciente demuestra que allí donde se promete “orden”, suelen sacrificarse libertades de los menos.
En Chile, José Antonio Kast se ha posicionado como una de las figuras más férreas en la oposición incluso al aborto en tres causales, revelando un marco moral que ubica a la mujer antes como función que como sujeto político. Su imaginario responde a lo que Bourdieu (2000) identifica como habitus patriarcal: la mujer concebida como madre antes que ciudadana, como cuidadora antes que trabajadora, como cuerpo a ser normado antes que portadora de autonomía. Desde una óptica filosófica, esta visión resta agencia moral y política, reinstalando un orden que subordina la libertad femenina a un ideal conservador de familia. En el discurso público, esta operación se presenta como defensa de valores, pero en la práctica restringe derechos.
Rita Segato (2016) advierte que la ofensiva mundial contra los derechos de las mujeres constituye una reacción patriarcal frente a la pérdida de poder masculino en sociedades que avanzan hacia la igualdad. Su tesis es clara: cuando el monopolio masculino del espacio público se ve interpelado, emergen proyectos políticos que buscan reponerlo con más fuerza. Desde una mirada periodística, este fenómeno no es abstracto: se expresa en retrocesos legales, campañas de desinformación y políticas públicas que reinstalan la tutela sobre los cuerpos femeninos. La reacción no apunta solo al aborto, sino al conjunto de derechos que garantizan autonomía.
Silvia Federici (2013) complementa este análisis al mostrar cómo, en contextos de crisis del capitalismo, los cuerpos de las mujeres vuelven a convertirse en territorios estratégicos de control social. La disputa por la reproducción, el trabajo doméstico y la sexualidad se intensifica cuando el sistema necesita reforzar su base material. Desde esta perspectiva, el programa político de Kast no solo expresa conservadurismo moral, sino también una lectura económica que busca restaurar el orden social a través del disciplinamiento del cuerpo femenino. Así, lo que se presenta como debate moral es, en realidad, una disputa sobre poder, trabajo y autonomía.
No es moral. Es poder.
Trabajo: cuando la vida se flexibiliza hasta romperse – la propuesta de Kast
Chile enfrenta un escenario laboral marcado por jornadas extensas, sueldos insuficientes, endeudamiento crónico y miedo constante al despido. La promesa neoliberal de libertad se transformó en un régimen de autoexplotación permanente, donde la fatiga y la precariedad se naturalizan como condiciones de vida. Byung-Chul Han (2014) advierte que los trabajadores contemporáneos son explotados por el sistema y por sí mismos, bajo la ilusión de autonomía. En este contexto, la propuesta de Kast no representa un alivio, sino la profundización de esta lógica.
Joseph Stiglitz (2012) ha demostrado que los modelos de desregulación extrema generan concentración de riqueza y empobrecimiento estructural. Kast no plantea fortalecer los derechos laborales ni ampliar la protección social; propone más flexibilidad, menos regulación y menor poder sindical. Desde la perspectiva marxista, esto implica una mercantilización intensificada de la fuerza de trabajo, donde el bienestar de los trabajadores queda subordinado al beneficio empresarial (Marx, 1867/2010). La “libertad del mercado” se traduce en precariedad estructural para la mayoría.
La visión de Kast responde a lo que Polanyi (1944/2001) denomina la “ficción del mercado autorregulado”: un ideal que ignora las desigualdades estructurales y presenta la reducción de derechos como una medida racional de eficiencia económica. La debilidad sindical y la disminución de la regulación laboral no son simples cambios administrativos, sino una transferencia de poder hacia los empleadores. En términos periodísticos, esto significa que los trabajadores chilenos deben asumir riesgos mayores sin respaldo institucional, mientras la narrativa oficial vende flexibilidad como progreso.
En síntesis, la propuesta de Kast representa más mercado y menos dignidad. Foucault (2007) conceptualiza esta situación como gubernamentalidad neoliberal, donde los individuos son responsables de su propia precariedad bajo la ilusión de autonomía. Chile corre el riesgo de consolidar un modelo donde la explotación se naturaliza y la vida laboral se flexibiliza hasta romperse. La pregunta central es ética y política: ¿puede sostenerse una sociedad cuya estabilidad económica depende de la fatiga y vulnerabilidad de sus trabajadores?
El empobrecimiento del Estado: cuando el mercado lo ocupa todo
Donde avanza la extrema derecha, el Estado tiende a reducir su rol, debilitando las estructuras que garantizan derechos y redistribución. La reducción de impuestos a los sectores más ricos, la privatización de servicios públicos y el debilitamiento de políticas sociales no son accidentes: forman parte de una lógica neoliberal que prioriza el mercado sobre lo colectivo. Como advierte Claudia Sanhueza (2021), esto empobrece al Estado no solo fiscalmente, sino también moralmente, transformándolo de garante de derechos en administrador de negocios.
Desde una perspectiva filosófica, esta dinámica recuerda a lo que Polanyi (1944/2001) llamó la “ficción del mercado autorregulado”, donde la economía se desliga de la justicia social y los ciudadanos quedan subordinados a las leyes del mercado. El Estado, que debería actuar como mediador y garante de equidad, se convierte en un actor secundario frente a intereses privados. La erosión de lo público no solo afecta recursos materiales, sino también la confianza social y la cohesión política.
El efecto de esta estrategia es sistemático: más desigualdad, más precariedad y mayores tensiones sociales. Bourdieu (1998) enfatiza que la concentración del capital económico y simbólico profundiza las jerarquías existentes y reproduce la exclusión, mientras la retórica oficial vende la privatización como eficiencia y progreso. Los ciudadanos quedan atrapados en un ciclo donde el mercado decide lo que antes era responsabilidad del Estado, desde educación hasta salud, pasando por pensiones y servicios básicos.
En términos prácticos y periodísticos, el resultado es visible en calles y barrios: inseguridad, pobreza estructural y descontento creciente. Foucault (2007) conceptualiza esta situación como una forma de gubernamentalidad neoliberal, donde el Estado regula menos, pero controla indirectamente a través de la mercantilización de la vida social. La pregunta ética y política es inevitable: ¿puede sostenerse una sociedad donde la lógica del beneficio reemplaza al imperativo de proteger derechos fundamentales?
Comparaciones regionales: Brasil, Argentina y los efectos del autoritarismo populista
En países como Jair Bolsonaro en Brasil y otros gobiernos de derecha en América Latina, ya se ha observado cómo el populismo autoritario erosiona el Estado de derecho, debilita la protección social y reconfigura la democracia hacia gobiernos más personalistas y menos institucionales. Un estudio reciente señala que en Brasil la combinación de populismo autoritario y rechazo a derechos humanos ha “debilitado significativamente” las bases democráticas, dejando a amplios segmentos de la población en situación de exclusión y vulnerabilidad.
Este precedente resulta particularmente relevante para Chile: los riesgos no son teóricos. Si Kast logra instalar una agenda similar mano dura, liberalización económica, debilitamiento del Estado protector, el país podría enfrentar fenómenos similares de polarización, deslegitimación institucional, debilitamiento del bienestar social y profundización de desigualdades estructurales. Lo que sucede en Brasil, Argentina u otros países vecinos advierte lo que podría venir si se normaliza un estilo de ejercicio del poder que prioriza mercado, orden y autoridad por sobre derechos y pluralismo.
Riesgos institucionales concretos en el programa de Kast: debilitamiento del Estado, derechos y confianza social
Si el proyecto de Kast se impone, los riesgos no serán solo simbólicos, sino institucionales y estructurales. Según reportes de organizaciones de derechos humanos, la expansión de la ultraderecha suele implicar recortes en protección social, debilitamiento del Estado de bienestar y erosión de los mecanismos de redistribución lo que, a su vez, fomenta desigualdad, precariedad y exclusión (Plataforma Internacional por los Derechos Humanos, 2024).
Además, la degradación del discurso político un fenómeno documentado recientemente en democracias occidentales acompaña a estas transformaciones: un aumento de la toxicidad, polarización, discursos de odio y deslegitimación del otro como adversario político (Törnberg & Chueri, 2025). Esta violencia simbólica e institucional puede minar la confianza ciudadana en las instituciones, debilitar la cohesión social y abrir paso a políticas represivas, discriminatorias o autoritarias. En ese sentido, lo que se debate no es solo un programa económico o moral, sino el futuro mismo del contrato democrático.
El voto utilitario: votar por la memoria, fin de la amnesia histórica
En tiempos de amenaza autoritaria, el voto deja de ser un acto emocional o personal y se convierte en un deber cívico. No se vota por afinidad, se vota para proteger lo que la historia nos enseñó que puede perderse. La memoria de los abusos, de la represión y de los retrocesos democráticos exige lucidez: votar por conciencia, no por simpatía. Rossana Reguillo (2017) advierte que cuando el autoritarismo avanza, la democracia muchas veces se defiende desde la incomodidad, desde elecciones que no entusiasman, pero que son necesarias.
No hacerlo es arriesgarse a repetir errores que marcaron generaciones. El voto utilitario no es cobardía ni resignación; es un acto de resistencia civil, de responsabilidad histórica y de defensa de derechos que no se recuperan fácilmente una vez perdidos. Ignorar la amenaza es permitir que fuerzas que relativizan la justicia, la memoria y los derechos humanos ganen terreno.
Cada sufragio se convierte en un muro contra la regresión. No es un voto de amor, sino de defensa. Es recordar que la democracia no es un regalo, sino un logro frágil que exige protección activa. Como ciudadanos, tenemos la obligación de usar la memoria histórica como brújula: orientar nuestras decisiones políticas hacia la preservación de lo conquistado, aun cuando no encontremos entusiasmo en ninguna opción.
El llamado es urgente: no esperar que otros decidan por nosotros. Cada voto puede ser una barrera contra la opresión, un escudo contra la manipulación y un acto de justicia hacia quienes sufrieron el autoritarismo. La historia nos observa, y exige que actuemos con lucidez, responsabilidad y coraje.
El voto utilitario es, en última instancia, un acto de dignidad: votar por lo que queremos proteger, no por lo que nos gusta. La democracia se defiende desde la conciencia, desde la memoria y desde la acción inmediata. No hay excusas: la historia no espera.
La debacle social de la extrema derecha
La extrema derecha promete orden, seguridad y soluciones rápidas, pero su legado concreto es devastación social. Bajo su lógica, las sociedades no se organizan para proteger derechos, sino para producir obediencia y control. Se crean enemigos internos: migrantes, mujeres, disidencias sexuales, jóvenes y pobres se convierten en chivos expiatorios de políticas que no resuelven desigualdades, sino que las profundizan. En lugar de construir comunidad, fomenta fragmentación, estigmatización y miedo, dejando a la población aislada y desconfiada (Han, 2014).
Este modelo no cuida, castiga. No sana, controla. La vida cotidiana se convierte en un campo de disciplina: el castigo moral y social reemplaza la protección y la educación, mientras el orden se transforma en un fetiche que justifica la represión. La filosofía de Byung-Chul Han (2014) describe este fenómeno como la producción de “rebaños cansados”, sujetos agotados por un sistema que explota su energía y sus miedos sin ofrecer verdadera emancipación. La política deja de ser un instrumento de transformación social y se convierte en administración del miedo.
El impacto sobre la infancia es particularmente grave. En lugar de protegerla y fomentarla, la extrema derecha promueve modelos punitivos y de vigilancia que transforman a los niños en sujetos de sospecha antes que en sujetos de derecho. La infancia se criminaliza, se encierra y se despoja de posibilidades de desarrollo integral, siguiendo un paradigma disciplinario que prioriza control sobre cuidado (Bleichmar, 2008). Esto no es un detalle menor: define el tipo de ciudadanía que se forma y los futuros de toda sociedad.
En la dimensión de género, el retroceso es igualmente profundo. Kast y sus aliados promueven discursos y políticas que limitan derechos sexuales y reproductivos, regulan los cuerpos de las mujeres y deslegitiman la autonomía femenina. La agenda conservadora no solo restringe libertades, sino que instrumentaliza la moral tradicional para consolidar jerarquías sociales y reproducir relaciones de poder patriarcales (Segato, 2016; Federici, 2013). La democracia se vacía de contenido real cuando la ciudadanía se reduce a obediencia y vigilancia, y no a derechos y participación.
El trabajo y la economía también sufren bajo esta lógica. La promesa de flexibilidad laboral y reducción de regulación no busca dignidad ni bienestar, sino maximizar ganancias y transferir riesgos al trabajador. La vida se mercantiliza, el miedo se institucionaliza y el Estado se achica mientras los sectores más vulnerables cargan con la precariedad. Lo que se ofrece como libertad de mercado termina en explotación y agotamiento, consolidando desigualdad estructural y vulnerabilidad social (Stiglitz, 2012; Harvey, 2005).
Por eso, esta elección no es solo sobre un nombre. Es sobre el país que queremos sostener: uno donde la infancia se protege, las mujeres deciden, el trabajo dignifica y el Estado cuida. Kast no es una anomalía, sino resultado lógico de un modelo que convierte la vida en mercancía y el miedo en programa. Votar hoy desde la memoria activa no es resignación: es defensa mínima pero poderosa de la dignidad. Es decir que, incluso en medio del temor, la historia y la justicia guían nuestras decisiones hacia el país que queremos construir.
Referencias
Bleichmar, S. (2008). La subjetividad en riesgo. Buenos Aires: Topía.
Federici, S. (2013). Revolución en punto cero. Madrid: Traficantes de Sueños.
Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.
Reguillo, R. (2017). Paisajes insurrectos. Madrid: NED.
Ruiz Encina, C. (2016). De nuevo la sociedad. Santiago: LOM.
Sanhueza, C. (2021). Desigualdad y poder económico en Chile. Santiago: Debate.
Segato, R. (2016). La guerra contra las mujeres. Madrid: Traficantes de Sueños.
Stiglitz, J. (2012). The Price of Inequality. New York: W.W. Norton.
CIPER Chile. (2017). Análisis del desempeño parlamentario de José Antonio Kast.
Fast Check CL. (2021). Verificación sobre dieta parlamentaria de J. A. Kast.
The Guardian. (2021). Chile’s far-right turn and the rise of José Antonio Kast.
