Kast y reunión con Eduardo Frei: se terminan de caer las caretas

Por Camilo Correa, licenciado en Historia y magíster (c) en Historia

Los últimos 35 años de la política chilena han estado marcados a fuego por la tensión entre el desmantelamiento del legado pinochetista y su continuidad. En este sentido, los dos primeros gobiernos de la Concertación estuvieron muy ajustados a “la medida de lo posible”, sembrando muchas dudas en torno a la vocación de justicia e intenciones de modificar la herencia del dictador por parte de la otrora hegemónica Democracia Cristiana.

Si bien, hubo aproximaciones simbólicas como la elaboración del “Informe Rettig” y el procesamiento de algunos violadores de Derechos Humanos, la sensación de impunidad fue una constante durante la década de los noventa. Esta percepción se profundizó con la construcción del penal de Punta Peuco y más aún, con la defensa corporativa del gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Ruiz-Tagle al antiguo dictador, a propósito de su detención en Londres. 

Considerando estos antecedentes, y con una mirada crítica del período de transición, es válido preguntarse: ¿Cuál ha sido el rol de la Democracia Cristiana en la profundización democrática y el desmantelamiento del legado pinochetista?

En este sentido, el movimiento pendular nos permite entender la necesidad de lograr acuerdos políticos por parte de una colectividad que se define como de centro. No obstante, el paulatino acercamiento de figuras históricas de la Democracia Cristiana hacia la autodenominada centroderecha y más allá, nos obliga a cuestionar las credenciales democráticas y democratizadoras por parte de la antigua falange.

En función de esto, no es difícil recordar la falta de voluntad política democratacristiana durante los quince primeros años de transición para la modificación del sistema binominal, que tantos réditos le otorgó al partido. Aunado a ello, la concordia en temas valóricos entre la DC y el bloque compuesto por Renovación Nacional y la UDI, denota más que una simple coincidencia ética y moral.           

Más aún, el fin de la exclusión de la izquierda extraparlamentaria a fines de la década del 2000 y el progresivo protagonismo del Partido Comunista en la “Nueva Mayoría”, expusieron las aprensiones democratacristianas en torno a la profundización democrática y el desmantelamiento del legado pinochetista, nótese la oposición de amplios sectores de la DC a la reformas tributarias y políticas en el segundo gobierno de Bachelet. Mientras amplios sectores de la centroizquierda y la izquierda abogan por un cambio acorde las necesidades de las nuevas generaciones de chilenos, liderazgos históricos de la democracia cristiana parecieran hacer eco de un legado marcado por la sombra de un cariz antidemocrático. 

Así como Patricio Aylwin, quien apoyó el quiebre antidemocrático y anticonstitucional de 1973, para luego tratar de resarcir su legado encabezando el primer gobierno de transición con tibios atisbos de reformas estructurales, las que no acabaron más que en aceptables maquillajes del sistema; Eduardo Frei Ruiz-Tagle, da muestras de este continuismo e indefinición en torno a la herencia de Pinochet. El expresidente pasa por alto los aciertos y desaciertos de su mandato, y el poco solapado espaldarazo al candidato de extrema derecha José Antonio Kast, llena de cuestionamientos el rol de los liderazgos históricos democratacristianos en el Chile de postdictadura.

En función de lo expuesto, nos planteamos las siguientes interrogantes: ¿Es acaso Frei Ruiz-Tagle el epítome de una Democracia Cristiana inescrupulosa y ávida de poder? ¿Son válidos los puntos convergentes entre un negacionista defensor de la dictadura y un demócrata? ¿La transición política fue un acuerdo orientado hacia la centroderecha? Si el objetivo de Chile es ser más democrático y equitativo en materia política, económica y social, es necesario revisar los últimos 35 años de nuestra historia para restablecer los cambios, continuidades y necesidades que asolan a nuestra sociedad.