Caer al amor: entre Richard Wagner y Raffaella Carrà

Por Antonia Améstica Vassart
Cae
Cae eternamente
Cae al fondo del infinito
Cae al fondo del tiempo
Cae al fondo de ti mismo
Cae lo más bajo que se pueda caer
Cae sin vértigo
―Huidobro, Altazor
Si algo nos enseñó la física clásica, antes de volverse obsoleta, es que todo cae. Caen los cuerpos, los imperios y la lluvia. Hasta los sonidos caen: Por ejemplo el Tristán-Akkord, ese acorde gravitacional que no se resuelve: cae infinitamente. Como suspendido en su propio vértigo. Un acorde que no se dirige a la clausura, sino a la eterna caída de los otolitos en tensión.
Ese acorde nació de Tristán e Isolda. Famosa es la ópera; un poco menos, su génesis.
La versión oficial dice que Wagner la escribió inspirado por Mathilde Wesendonck, esposa de su mecenas Otto Wesendonck. Pero admitámoslo: La monogamia no era exactamente el fuerte de Wagner, y la heterosexualidad tampoco.
Su gran mecenas fue Ludwig II de Baviera, el llamado “rey loco”. Aunque “mecenas” es una palabra modesta para describir ese vínculo. Ludwig no solo lo sostuvo económicamente y lo defendió políticamente: lo amaba. Tanto, que el castillo de Neuschwanstein, construido inspirado en las óperas de Wagner, parece una carta de amor en piedra.
Esta declaración no es una licencia mía, es que la temperatura epistolar excedía el mero fanatismo artístico. En sus cartas Wagner escribe: “¡Qué dicha me envuelve!… ¡Estoy en tus brazos angelicales!”: Ludwig responde: “¡Mi único y amado amigo, mi dios!… ¡Quédate, oh quédate! Por quien solo vivo, con quien muero”.
Incluso después de su muerte, Richard Wagner siguió ejerciendo sobre Luis II de Baviera un magnetismo casi litúrgico: el rey ordenó izar banderas a media asta en todo el reino. Hubo duelo de Estado.
Pero el idilio, o amistad fervorosa, nunca fue lineal ni exclusivo. El triángulo se parecía menos a una geometría amorosa y más a un sistema solar con varios astros en disputa.
En la órbita oficial de Luis estaba Sofía Carlota de Baviera, su prometida. Diecinueve años, culta, hermosa y, sobre todo, invisible para su futuro esposo. El rey la rodeaba de gestos protocolares: flores, cartas, cortesía. No deseo. Y Sofía, como Pessoa, no quería rosas, con tal que hubieran rosas. Así que se buscó otro más bueno: Fernando Felipe María de Orleans, más cálido, más tangible, más humano.
En la otra constelación, Richard Wagner. Casado dos veces, primero con la actriz Minna Planer, luego con Cósima Liszt, tenía un ánimo poco monástico y ojo bien alegre. Famosas son sus anécdotas concupiscentes. Y ya hacia el 1865, en medio de escándalos, deudas y fricciones con el gobierno, encontró en el joven rey Ludwig no solo protección, también devoción. Luis no le tendía una mano; le ofrecía un santuario.
Si hubo o no comercio carnal, es anécdota para archivos morbosos, esto es una columna seria. Lo cierto es que lo suyo fue devoción absoluta, incandescente, de esas que rara vez toleran la tibieza. Uno construía castillos para el arte (o para el artista). El otro escribía música como quien invoca mundos.
Y fue en ese fuego, precisamente, donde nació Tristán e Isolda.
Wagner venía trabajando en El anillo del nibelungo. Pero algo lo interrumpió: quizás el amor como catástrofe. Claro, también estaba la necesidad económica de hacer una obra pequeña (4 horas) para parar la olla. Pero yo creo que fueron varias las fuerzas que confluyeron y lo hicieron abandonar a los dioses para entregarse a los amantes.
Así en 1857 suspendió El anillo. Ese mismo año comenzó a escribir Tristán e Isolda. La partitura se concluyó en 1859, cuando la vida del compositor ardía exactamente como su música: sin resolver tensiones, sin disolver el deseo, sin ofrecer descanso.
Tristán e Isolda no es solo la tragedia del amor romántico ni la cumbre sonora del deseo. Es un fresco de amores no lineales ni domesticables. Porque los afectos no se reemplazan: se encabalgan, se contradicen, se ensayan, se coreografían, se chocan sin eliminarse.
Quizá por eso la voz inglesa to fall in love es tan certera. En el amor no se tropieza: se cae de bruces. Se rompen las rodillas, arden las manos y el corazón en rasmillones palpitantes. Y es muy fácil caerse con la misma piedra, porque en la noche todas las piedras son iguales, sobre todo cuando se está mirando lo bella que está la luna.
Hay caídas elegantes, claro: amores que caen como la miel y avanzan como la seda. Espléndido. Pero el amor creador—el que mueve reyes, compone óperas y arruina con gracia— necesita un grado de catástrofe, de caída, de inevitabilidad. No la muerte, necesariamente, sino que el influjo divino, la elevación espiritual que produce el acercamiento a la belleza. Caer poetizando, como un Altazor. Despojarse del paracaídas, arriesgando la piel sólo por la necesidad imperiosa y gravitatoria de amar.
Y es que la verdadera muerte es no saber renunciar. Porque para algunos amar es sólo un juego, y quien no tiene ese animus iocandi suele salir trasquilado. Entonces, quizá convenga italianizar el destino. Ser más Donizzetti, más Raffaella Carrà: cambiar de amante, no de corazón. Volverse a enamorar.
Pero elegir caerse, intentarlo con todo el ímpetu de la entrega total. Porque si algo comparten Wagner y Carrà es que ambos prefirieron morir de amor cuantas veces fuera necesario antes que dejar de caer. Asumiendo el riesgo de tocar el suelo —por la sola posibilidad de no encontrarlo nunca. Por la pura esperanza de quedarse suspendidos, cayendo infinitamente, como el acorde de Tristán.
