[COLUMNA] Gaza: máquina de colapso
Por Diego Verdejo Cariaga, sociólogo
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Israel no nació como una nación. Nació como injerto colonial, como prótesis geopolítica diseñada por un Imperio británico en agonía. Desde el inicio, arrastró un trauma imposible de metabolizar: la Shoah. No como memoria serena, sino como catástrofe irresuelta, como herida que no se cierra. La fundación del Estado judío no fue el final del Holocausto, sino su transfiguración: el trauma convertido en programa de soberanía.
Ese trauma es el motor. Israel no sobrevivió al exterminio nazi: lo recicló en una ecuación invertida. Allí donde el judío fue reducido a residuo humano, Israel aprendió la lección más oscura: que la seguridad sólo se garantiza produciendo a otro como desecho. El Estado se construyó sobre esta lógica: administrar la frontera entre los que cuentan como humanos y los que pueden ser destruidos sin resto. El trauma, lejos de curarse, se aceleró.
Gaza es la materialización de esa aceleración. No es un territorio, es un laboratorio de aniquilación. Allí el trauma se vuelve maquinaria: drones, algoritmos, tecnologías de vigilancia, artillería automática. Cada misil es memoria invertida; cada ruina, la repetición distorsionada de Auschwitz, esta vez proyectada hacia afuera. Israel no recuerda su herida: la ejecuta. El genocidio es su forma de metabolizar el dolor.
El trauma produce una temporalidad cerrada: todo acontecimiento se repite en loop. Israel está atrapado en una lógica paranoica de supervivencia absoluta, donde cada niño palestino es la amenaza de un futuro Holocausto. Y para conjurar esa sombra, destruye el presente de millones. No hay paz posible, porque el trauma no quiere paz: quiere aceleración. El único modo de existir es intensificar la violencia, extender el campo de ruinas, convertir la historia en un túnel de fuego sin salida.
El declive moral de Israel es inevitable, porque ya no hay máscara que disimule el monstruo. Lo que antes se justificaba como autodefensa, hoy se muestra como lo que siempre fue: la administración tecnológica de la muerte. Israel no actúa como un Estado que protege a su pueblo, sino como una máquina traumatizada que descarga su herida sobre los otros. La víctima de ayer se convierte en victimario perpetuo, y esa inversión no tiene retorno.
¿Qué queda después de la masacre? No queda justicia, porque la justicia ha sido devorada por la repetición. No queda dignidad, porque la dignidad fue pulverizada junto con los edificios. No queda memoria, porque la memoria ha sido colonizada por el trauma. Gaza sólo deja un vacío saturado: restos sin rostro, cifras sin historia, espectros que se acumulan en silencio.
Pero ese vacío no es neutro. Es un vacío que expone al mundo su propio porvenir. Gaza es la zona de colapso donde se ensaya el destino de la humanidad: poblaciones reducidas a residuos biopolíticos, vidas administradas como basura, territorios convertidos en campos permanentes de excepción. Lo que allí ocurre no es una anomalía: es la matriz del futuro.
Israel, en su declive moral absoluto, no se hunde solo. Arrastra consigo la idea misma de soberanía, de política, de ética. Si el trauma no se resuelve, se reprograma. Y hoy lo vemos: el dolor histórico convertido en estrategia de exterminio. Gaza revela que la humanidad entera está al borde de su propia fase terminal, atrapada en la repetición de sus heridas, incapaz de escapar del bucle de su autodestrucción.
Lo que queda después del exterminio no es silencio, sino la constatación de que el trauma se ha vuelto máquina. Y esa máquina, una vez puesta en marcha, no reconoce límite ni redención. Gaza es su testimonio: allí donde la dignidad se evapora, donde lo humano es triturado, donde la historia se reduce a polvo… allí el futuro ya está escrito.