El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Chile: la tierra de los perdidos

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Por Eduardo Andrés @edu_ferg

Como los granos de arena, de cien en cien o de mil en mil, se acumulan por Chile las personas perdidas. 

El teniente Bello, por ejemplo, precursor de la aviación chilena, desapareció sin dejar rastro en 1914 mientras iniciaba un vuelo sin destino. Más de 100 años después todavía no sabemos nada de aquel soldado que quedó en suspenso, como una fotografía sin revelar, a los veintitantos años. 

No es el único. 

Es probable que Alexander Selkirk (inspirador del relato de Robinson Crusoe) se haya conmovido ante la belleza salvaje de una isla del archipiélago de Juan Fernández en 1704. Lo que quizás no imaginó fue que, tras una acalorada discusión con su capitán, terminaría varado y perdido en esos paisajes inhóspitos, acompañado únicamente por una biblia y un par de sábanas que se volverían sus compañeras más fieles durante casi cuatro años.

Y relatos similares no terminan: los rugbistas uruguayos que cayeron en la Cordillera de los Andes, el caso de Matute Johns, Rodrigo Anfruns, Fernanda Maciel y los nombres que aportó la dictadura, más de 3.000 personas a las cuales no sólo se les privó del derecho a la vida, sino que también del privilegio mínimo, a esta altura, de contar con un cuerpo que pudiera ser velado y llorado por sus seres queridos.

Se tiñe así de una atmósfera fría la naturaleza de Chile. Habitamos una tierra de fantasmas, entendidos, como en la tesis de la película “El espinazo del diablo” de Guillermo del Toro, no como apariciones, sino como extravíos, como heridas emocionales que nunca terminan de cerrar. Convivimos con instantes de dolor y sentimientos suspendidos en el tiempo, actuando como espectadores de imágenes borrosas que intentamos atrapar, inútilmente, como insectos en ámbar.

Hans Lemmen

De ahí que a lo largo de Chile las animitas adornan las calles y carreteras nacionales: una intervención urbana y democrática que cobija el recuerdo. No sé si en otro país de Latinoamérica se haya desarrollado tanto la arquitectura de estos pequeños templos.

Blancas y negras para los colocolinos; azules para los de la U; peluches y remolinos de vientos para los niños. Se cree que al construirlas justo en el hecho de la tragedia ayudamos a las víctimas a que no se pierdan en su ascenso al cielo, como un intento de salvarlos de la condición de perdidos incluso después de muertos, como un intento de evitarles esa posibilidad que los vivos, los vivos chilenos, sufrimos el riesgo de padecer.

Pero esta condición no sólo se refleja en la desaparición del cuerpo. Adquiere varios matices. Uno de ellos es el espiritual porque acá abundan las sectas y grupos religiosos. Y sus respectivos profetas, por supuesto. Pastores que congregan a decenas de desorientados que ante las fallas recientes del “GPS” de la Iglesia Católica buscan encontrarse con las prédicas de algún fanático que está más perdido que ellos.

Es la razón de por qué en esta geografía tuvieron éxito personajes como Carlos Soto, “El Pastor Soto”, Ramón Castillo fundador de la desgraciada secta “Antares de la luz”; Miguel Ángel Poblete, “El vidente de Peña Blanca”; Domingo Zárate, el “Cristo del Elqui”; o Hugo Muñoz “el Profeta de Peñalolén”.

Otra tonalidad es la mitológica. Chile es un país creativo a la hora de inventar leyendas para justificar desapariciones, voluntarias o no. Tenemos a un barco fantasma, el “Caleuche”, más rico en detalles que “El holandés errante” de Piratas del Caribe y más cruel, por cierto, a cargo de una tripulación que condenaba a la muerte y esclavitud eterna a los pescadores chilotes seducidos por la promesa de riqueza.

Tenemos al Trauco, una criatura que pierde a sus víctimas en el bosque para saciar su apetito sexual. Pero también hemos inventado guías para que nos señalen el camino: la Pincoya, una mujer joven y hermosa, que con su danza indica el lugar exacto del mar donde abundan los peces. O el Alicanto, un pájaro de oro que conduce a los mineros de buen corazón a zonas ricas en minerales, protegiéndolos para que no se pierdan en su afán por encontrar el éxito material.

Tal vez por ese inevitable estado de extravío, esa constante dicotomía entre encontrarnos y perdernos, los chilenos somos grises. Las tonalidades oscuras nos quedan bien porque no se puede enfrentar la pérdida con colores llamativos. Hay poco sabor y frescura en nuestro acento, aunque sí muchas frecuencias “cantaditas”, como si intentaramos emitir pequeñas alarmas para que, de algún modo, nos encontremos todos juntos.

Y sí, es por las ausencias que estamos tristes. Esa es la verdad. 

drunk fish

Recuerdo haber escudo o leído, no sé dónde, a un escritor argentino explicando que el chileno sufría demasiado: por fútbol, por las catástrofes, por la política… en definitiva: por la pérdida en general. Y es por eso que la mayoría terminaba siendo poeta o borracho (aunque, pensándolo bien, esas dos opciones no son excluyentes).

Una experiencia personal: no había bebido cuando me perdí en el bosque de noche, después de estar un rato largo en el Lago Peñuelas. Deseé haberlo hecho. Quizás lo habría tomado de manera más tranquila. Me hubiese sentado apoyado en el tronco de un árbol. Me hubiese dormido sin importarme el frío o los extraños sonidos que protegen el peumo, el litre, el espino y el quillay. 

Pero como estaba sobrio me desesperé.

Caminé sin detenerme, casi a ciegas, tropezando y cayendo varias veces por culpa de las ramas y la escasa visibilidad, mientras apartaba las telarañas que se me pegaban a la cara. Después de horas andando sin sentido de la orientación, pero con un rumbo fijo, distinguí a lo lejos las luces de la Ruta 68. Me dirigí hacia ellas y, tras ascender y descender una pequeña cumbre de arena, que en esa ocasión me pareció el Everest, aparecí en el patio trasero de una casa. La dueña, al verme todo sucio y con pinta de personaje de una película de terror, casi llama a los pacos o al cura del pueblo. Cuando entendió que no era un delincuente ni un fantasma ni un psicópata me dejó entrar y me indicó el camino para volver a la civilización.

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Es cierto, me perdí como la mayoría de los chilenos por razones más tontas que la mayoría

(no calculé cuánto quedaba para anochecer), pero estuve perdido y en ese naufragio hubo algo sagrado: un momento de comunión callada con mis compatriotas, un lazo invisible e  inquebrantable que me ata, a pesar de la suavidad de mi ignorada desaparición, para siempre, a esta tierra.

Porque estoy convencido de que a la frase de Nicanor Parra “creemos ser un país, pero

solo somos paisaje” merece una revisión: creemos estar en un país, pero

solo nos encontramos extraviados bajo el símbolo de una estrella solitaria que, probablemente, también vaga perdida por el firmamento.

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