De Argentina a Chile: democracia de cartón y la administración del miedo en las pantallas

La ultraderecha avanza en Chile, las reformas laborales se repiten de un país a otro y las pantallas ordenan el miedo. Entre ajustes globales y cuerpos cansados, la pregunta no es quién gobierna, sino cuánto de nuestra vida estamos dispuestos a entregar en nombre de una democracia cada vez más vacía.
Por Silvina Ojeda, fotoperiodista
Gana la ultraderecha en Chile y no es un hecho aislado. No es un error del sistema: es el sistema funcionando. Avanza cuando el cansancio se vuelve miedo y el miedo encuentra altavoces más potentes que la memoria.
En Argentina, el día 18 de diciembre, vuelve a escena la reforma laboral. Otra vez. Con palabras prolijas, técnicas, casi amables: modernización, flexibilidad, competitividad. Nunca dicen lo mismo de frente: más horas, menos derechos, menos descanso, menos vida. Cambia el envase, no el fondo. La explotación no desapareció, se profesionalizó. Hoy tiene contratos “libres”, planillas de Excel y discursos de emprendedurismo.
Mientras tanto, en Europa, el cuerpo colectivo se mueve. Portugal. Italia. El País Vasco. Millones en la calle diciendo basta. No es nostalgia ni romanticismo: es memoria activa. Cuando el trabajo deja de ser dignidad y pasa a ser castigo, el pueblo se reconoce en el otro. Y sale. Camina. Se organiza. Se defiende.
Chile y Argentina se miran de reojo. Lo que se ensaya de un lado de la cordillera, del otro se copia. Ajuste, reforma, flexibilización: mismo guion, distinto acento. La pregunta no es quién gobierna, sino para quién se gobierna.
Pero esto no es solo derecha. Es ultraderecha. Y no entra sola: entra por las pantallas. Se cuela por los noticieros, los zócalos rojos, los paneles gritados, los algoritmos que repiten odio como si fuera opinión. No llega con botas: llega con micrófonos.
Los grandes medios no informan: administran el miedo. Deciden qué es urgente, qué es peligro, qué es normal. Fabrican enemigos, banalizan el ajuste y llaman libertad a la crueldad. No son espectadores del vaciamiento democrático: son cómplices. Socios necesarios de un mundo donde votar alcanza, pero decidir no.
Vivimos en una democracia de cartón, sostenida por pantallas que hablan todo el tiempo para que no pensemos nada. Nos muestran cifras, nunca cuerpos. Opinadores, nunca trabajadores. Debate, nunca verdad. Nos repiten que no hay alternativa mientras cada derecho conquistado se vuelve negociable.
La ultraderecha no gana solo en las urnas. Gana cuando naturalizamos que trabajar hasta enfermarnos es normal. Cuando creerle al noticiero es más fácil que creerle al vecino. Cuando el algoritmo sabe más de nuestro miedo que nosotros mismos.
En las calles europeas no hay estadísticas: hay rodillas cansadas, espaldas dobladas, manos que salen de trabajar y van directo a la marcha, sin tiempo para el miedo. Ahí aparece algo que los gobiernos temen más que cualquier consigna: el pueblo encontrándose con el pueblo.
¿Quién tiene el poder real?
¿Los gobiernos que legislan para los mercados o los cuerpos que se ponen de pie cuando ya no queda nada que perder?
Siempre fuimos explotados. Solo que ahora es más explícito. Ya no disimulan. Y quizás ahí esté la grieta: cuando el ajuste deja de maquillarse, la organización vuelve a ser una posibilidad concreta.
No siempre el pueblo gana. A veces llega tarde. A veces está cansado, fragmentado, ocupado en sobrevivir. A veces duda. Porque el miedo también organiza y lo hace rápido. Pero la historia no avanza en línea recta: avanza a empujones, a retrocesos, a irrupciones inesperadas.
Los gobiernos pasan. Las reformas se reescriben. Los discursos cambian de nombre. Lo que queda es el cuerpo social tensionado, preguntándose cuánto más puede ceder sin romperse. Y cuando ese límite se cruza, algo se activa. No siempre con épica. A veces con bronca. A veces con necesidad. A veces con memoria.
Por eso la ultraderecha necesita ocupar todas las pantallas: porque teme al encuentro real. Porque sabe que cuando el pueblo se reconoce en el otro —en la calle, en el trabajo, en la marcha— el relato empieza a resquebrajarse. Ningún zócalo alcanza cuando la experiencia contradice el discurso.
Lo que hoy se discute no es solo una reforma laboral, ni una elección, ni un gobierno. Se discute qué tipo de vida es posible. Cuánto vale el tiempo propio. Cuánto vale el descanso. Cuánto vale un cuerpo que no quiere ser descartable.
Chile, Argentina, Europa: no como escenarios aislados, sino como partes de un mismo experimento global donde se prueba hasta dónde se puede ajustar sin que la sociedad se levante. Y la pregunta sigue abierta, incómoda, urgente:
¿cuánto más se puede apretar sin que algo se rompa?
¿y qué pasa cuando, finalmente, eso que se rompe ya no es el pueblo sino el relato que lo sostenía?
