Hacer común: la esperanza como práctica

Por Diego Verdejo Cariaga, sociólogo
Hay noches electorales que se sienten como un golpe y también como una revelación. No porque expongan una “verdad” definitiva sobre un país, sino porque dejan al descubierto con una crudeza particular dónde se ha tensado el vínculo social, en qué lugares el miedo corre más rápido que la esperanza y de qué maneras la política termina ordenándose en torno a separaciones.
Sin embargo, una derrota no clausura el futuro. Más bien dibuja un mapa: de afectos, de discursos, de experiencias materiales, de territorios que dejaron de escucharse entre sí. Si desde la izquierda queremos volver a ser mayoría, no nos ayuda el duelo sin término ni el gesto moralizante; lo que necesitamos es lucidez y organización. Lo que viene no es un tiempo para encerrarse, sino para volver a conectar, sostener lo que importa y abrir posibilidades allí donde hoy parece haber solo repliegue.
Por eso conviene abandonar la tentación de buscar culpables. La tarea es mirar el escenario con atención, reconocer los puntos donde se tranca la discusión pública y detectar las aperturas que todavía existen. El horizonte de la izquierda no debiera reducirse a ganar debates abstractos; su tarea más urgente es recomponer las condiciones materiales y afectivas de una vida común. Y ese trabajo empieza en un lugar básico: no convertir a quienes votaron desde el temor en objeto de reproche.
El miedo a la palabra “comunista” no es simplemente una idea errada en la mente de individuos aislados. Es el resultado de una historia larga que se incrusta en memorias familiares, medios de comunicación, escuela, conversaciones cotidianas, crisis económicas, promesas incumplidas y, también, en deseos legítimos de estabilidad. Ese miedo no se desarma con ironía ni con superioridad moral, porque esa forma de hablar solo levanta más defensas. Se transforma con encuentros, con práctica política sostenida y con una manera de intervenir que no humilla. Comprender, aquí, no es excusar; es tomar en serio el funcionamiento de ese afecto para dejar de alimentarlo y empezar a moverlo hacia otra cosa.
En ese sentido, el desafío no es “convencer” en el registro de la consigna, sino reactivar los circuitos donde las personas recuperan la sensación de que pueden pensar y actuar juntas. A eso llamamos tejido social cuando deja de ser palabra bonita y se vuelve realidad: vecindades que conversan, sindicatos que sostienen, redes de cuidado que no dejan caer, escuelas que vuelven a ser comunidad, espacios culturales y deportivos que reúnen, cooperativas y economías solidarias que hacen tangible lo común.
En esa trama aparece una ciudadanía crítica que no se agota en una opinión. Es una potencia que aprende a decir que no, que ensaya alternativas, que se atreve a componer con otros sin pedir certificados ideológicos. El pueblo, al final, no es una identidad inmóvil; se hace en el movimiento mismo de volver a encontrarse.
Por lo mismo, es esperable que entremos en un periodo de defensa irrestricta de los derechos que ya existen. Habrá que sostenerlos con decisión, sin complejos, sin pedir permiso, sin aceptar que lo social se reduzca a la caricatura del “gasto” o del “exceso”. Y esa defensa, que a veces se percibe como puramente reactiva, puede ser profundamente productiva si se entiende bien. Defender no es quedarse quieto: es proteger condiciones de vida, cuidar instituciones que resguardan, impedir que la precariedad se normalice, afirmar que los derechos no son premio ni favor.
En esa práctica se vuelve a construir pueblo, no como consigna, sino como una composición real. También se vuelve a nombrar la clase trabajadora, no como categoría de manual, sino como experiencia compartida de endeudamiento, cansancio, tiempo escaso y cuidados invisibilizados. Y desde ahí es posible recomponer solidaridades, reactivar organizaciones, enlazar territorios y ensayar formas nuevas de coordinación que no esperan el “gran día”, sino que producen común en el presente.
Si hay una esperanza para la izquierda, está justamente en ese trabajo paciente de recomposición. En dejar de operar como tribunal y recuperar su capacidad de recibir, cuidar y construir. En aprender a hablar otra vez con una lengua que no se encierra en sí misma, que sabe traducir y conectar preocupaciones diversas sin perder su orientación. En hacer que las palabras grandes se vuelvan experiencias concretas: seguridad que no sea miedo, orden que no sea abuso, libertad que no sea abandono, derechos que se sientan en el cuerpo y en la vida cotidiana.
Nada de eso se logra con un solo gesto brillante. Se logra con perseverancia, con presencia sostenida, con organización paciente, con pedagogía democrática sin soberbia. Y en esa micropolítica —la de barrio, la de sindicato, la de escuela, la de cuidado— la izquierda puede volver a ser posible, no como nostalgia, sino como creación colectiva.
