La infancia que sobrevive al femicidio: los huérfanos del silencio

Por Sofía Varas Rojas, Socióloga con especialización en infancia, derechos humanos y Salud Mental Comunitaria
“Cuando una mujer es asesinada, no solo muere una vida: también se fractura la infancia que queda detrás.”
— Inspirado en Judith Butler, Marcos de guerra (2009)
Muchas veces, el lugar más peligroso para una mujer no es la calle, sino su propio hogar, el espacio que debería ser refugio y cuidado. Paradójicamente, la casa se transforma en escenario de riesgo, donde conviven con su maltratador, su pareja o ex pareja. Esta realidad no es excepcional: según la Organización Mundial de la Salud (2024), cerca del 38 % de los asesinatos de mujeres en el mundo son cometidos por su pareja íntima. Como advierte bell hooks (2000), la violencia patriarcal no se limita a lo público; se infiltra en la intimidad, donde debería reinar la protección, evidenciando cómo las relaciones de poder pueden destruir lo más cercano y querido.
En Chile, la violencia doméstica también se refleja en cifras alarmantes. El Circuito Intersectorial de Femicidio (2024) define el femicidio como el asesinato de una mujer a manos de su pareja o ex pareja, y en su informe más reciente se registraron cientos de casos consumados y frustrados. Rita Segato (2016) plantea que esta violencia es un síntoma del poder patriarcal estructural, que no solo oprime, sino que también reproduce el miedo y la normalización del control sobre los cuerpos de las mujeres. Comprender esta realidad exige algo más que condena social o sanción penal: requiere replantear la cultura de género y reconocer que el hogar, lejos de ser un refugio seguro, puede convertirse en un lugar de extrema vulnerabilidad.
El femicidio no solo destruye la vida de una mujer; desgarra el tejido familiar y social que la rodea. Niñas, niños y adolescentes (NNA) quedan huérfanos de madre y, a veces, privados también del cuidado paterno, cuando el autor del crimen es detenido o se suicida tras el acto. Judith Butler (2004) subraya que ciertas vidas y ciertos duelos son socialmente invisibilizados, y este es precisamente el caso de las infancias que sobreviven a femicidios. La tragedia se multiplica: el acto violento de un individuo se convierte en un daño estructural que atraviesa generaciones, obligando a la sociedad a asumir una responsabilidad ética colectiva para reconstruir un entorno de cuidado, memoria y justicia.
Según cifras oficiales del Servicio Nacional de la Mujer y la Equidad de Género (SernamEG, 2024), en Chile cada año se registran entre 35 y 45 femicidios consumados y cerca de 150 femicidios frustrados. Pero el dato que rara vez se menciona en los medios o informes públicos es que, tras cada mujer asesinada, quedan en promedio dos hijos o hijas menores de edad. Esto significa que, solo entre 2010 y 2024, más de 700 niños, niñas y adolescentes han quedado huérfanos de madre producto de la violencia femicida. Sin embargo, el Estado no los nombra como víctimas directas del delito, sino como “familiares afectados”. Esa categoría burocrática es una forma de silencio institucional.
Como señala Rita Segato (2018), el femicidio no es un hecho individual, sino una manifestación extrema del patriarcado, un mensaje social que busca reinstalar el poder masculino mediante la eliminación del cuerpo femenino. Pero cuando ese cuerpo es también el cuerpo materno, el crimen se extiende hacia la infancia. La violencia, entonces, no termina con la muerte, sino que se multiplica en los que quedan vivos.
La infancia que sobrevive al femicidio vive un tipo de duelo que la sociedad no sabe nombrar. Son niñas y niños que pierden a la madre en manos del padre, el que debería haber cuidado. Este doble vínculo de amor y horror genera lo que Judith Herman (1992) denomina trauma complejo: una fractura profunda del sentido de seguridad y pertenencia, agravada por la sensación de que el mundo adulto —el Estado, la justicia, la escuela— no está preparado para protegerlos.
En entrevistas a familias y tutores realizadas por la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres (2023), se observa que muchos NNA presentan síntomas de estrés postraumático, miedo crónico a los varones adultos y dificultades para vincularse emocionalmente. Algunos incluso son separados de sus hermanos por decisiones judiciales que privilegian la rapidez del proceso por sobre el bienestar afectivo. El trauma, entonces, se institucionaliza.
Hablar de estos niños es hablar del lado oculto del femicidio: las vidas que quedan suspendidas, invisibles entre la noticia policial y el silencio judicial. Como diría Byung-Chul Han (2012), vivimos en una sociedad que “positiviza” el dolor, que solo reconoce las pérdidas cuando pueden ser cuantificadas. Pero la infancia no se mide en estadísticas, sino en ausencias.
El deber punitivo: justicia para las muertes y para los vivos
El clamor por justicia frente al femicidio exige más que palabras: requiere que el sistema judicial actúe de manera firme, efectiva y ejemplificadora. Cada agresor debe recibir una sanción que refleje la gravedad de su crimen y envíe un mensaje claro sobre la intolerancia hacia la violencia de género. Sin embargo, como advierte Alicia Puleo (2019), las leyes y normativas vigentes, incluida la Ley N.º 20.480 sobre femicidio (2010), no aseguran un castigo realmente ejemplificador, limitándose muchas veces a procedimientos técnicos que ignoran la dimensión simbólica y pedagógica de la sanción. Esta ausencia de justicia efectiva evidencia cómo el patriarcado opera incluso a través de la indiferencia institucional, perpetuando la vulnerabilidad de las mujeres y sus familias.
Las consecuencias del femicidio no se limitan a la muerte de la mujer: niñas, niños y adolescentes (NNA) quedan atrapados en un sistema que los deja desprotegidos. Eleonor Silvestri (2017) subraya que la violencia patriarcal se reproduce a través de estructuras que invisibilizan los efectos del crimen en las infancias, obligando a los NNA a enfrentar duelos traumáticos sin acompañamiento integral. Svampa (2021) refuerza esta idea al señalar que las políticas públicas suelen priorizar la sanción penal por sobre la reparación emocional y social, transformando a los niños y niñas sobrevivientes en víctimas secundarias de un sistema que no contempla plenamente su protección ni sus derechos.
Por otra parte, Paul B. Preciado (2019) nos recuerda que el hogar, entendido como espacio de intimidad, se convierte en escenario de violencia estructural cuando no hay redes de cuidado ni justicia efectiva. Frente a ello, la sanción penal debe ir acompañada de medidas que garanticen la contención, el acompañamiento psicológico y la reparación integral de los NNA. Solo así puede construirse una respuesta feminista que reconozca la dimensión intergeneracional del daño, visibilice la responsabilidad del Estado y transforme la violencia en un punto de partida para reconfigurar los vínculos sociales basados en la memoria, la justicia y el cuidado.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2022) ha señalado que el deber punitivo del Estado debe ir acompañado de un deber reparador. Es decir, sancionar al agresor no basta si no se garantizan mecanismos integrales de reparación a las víctimas indirectas. Sin embargo, los programas de apoyo psicológico y acompañamiento a NNA huérfanos por femicidio en Chile son escasos y desiguales. El “Programa de Apoyo a Víctimas” del Ministerio del Interior apenas logra cobertura en un 30% de los casos, y con recursos insuficientes.
Aquí surge una paradoja: el Estado actúa con severidad contra el victimario, pero con indiferencia frente a los huérfanos. Esta asimetría revela una mirada adulta, patriarcal y punitiva de la justicia, en la que los niños se vuelven secundarios. Como apunta Nancy Fraser (2008), toda lucha por la justicia requiere articular reconocimiento y redistribución: no basta con castigar al culpable (que importante y prioritario) también hay que reparar el daño social que deja la violencia.
Los niños víctimas de femicidio no solo pierden a sus padres, sino también su hogar, su entorno, su estabilidad emocional y, muchas veces, su futuro educativo. Sin apoyo estructural, se enfrentan al riesgo de la pobreza y la marginación. El Informe de UNICEF (2023) sobre violencia de género en América Latina estima que el 70% de los hijos de víctimas de femicidio viven en condiciones de vulnerabilidad económica tras el crimen. La orfandad, entonces, se vuelve una forma de violencia estructural.
Por ello, hablar del deber punitivo no significa oponerse a la sanción, sino exigir que esta se amplíe en sentido ético y político. Castigar al asesino es un deber ético y judicial, pero cuidar a la infancia que sobrevive es una obligación moral y civilizatoria. Como recuerda Hannah Arendt (1963), la verdadera justicia no busca solo venganza, sino la restauración del mundo humano dañado.
El Estado chileno, y en general los estados latinoamericanos, no han desarrollado políticas de reparación integral para estos niños. En algunos casos, las familias sustitutas deben costear tratamientos psicológicos, mudanzas y procesos judiciales prolongados, sin apoyo institucional. La reparación simbólica —como los actos de memoria o conmemoración— sigue siendo marginal y mediática.
Lo que se necesita es una política pública de reparación afectiva y económica, que reconozca a los NNA huérfanos como víctimas directas del femicidio, otorgue pensiones de reparación, atención psicológica prolongada y acompañamiento comunitario. No hacerlo es perpetuar la violencia desde otro lugar: el del abandono estatal.
Masculinidades que matan: el patriarcado como pedagogía del control
La problemática del femicidio necesita comprenderse desde su raíz más profunda: la formación de masculinidades que han sido históricamente moldeadas por la violencia. Los agresores no emergen como excepciones monstruosas, sino como frutos de una pedagogía cultural que legitima el dominio masculino. Autoras como Rita Segato sostienen que la violencia femicida es un mensaje disciplinador dirigido al cuerpo social para reafirmar jerarquías patriarcales, más que un acto individual de irracionalidad. Así, los asesinatos de mujeres se inscriben en estructuras que naturalizan el control y la posesión masculina sobre la vida de las mujeres.
Si bien es cierto que no todos los hombres ejercen violencia, es innegable que en los casos de femicidio el perpetrador es siempre un varón. Esta evidencia, como advierte Marcela Lagarde, no debe interpretarse como una generalización culpabilizadora, sino como una invitación crítica a revisar cómo las masculinidades hegemónicas se sostienen en nociones de poder y autoridad que históricamente han colocado a los varones por encima de las mujeres. La violencia, en este sentido, no aparece como un “desvío”, sino como una consecuencia posible dentro de un orden que ha normalizado la desigualdad y la dominación.
En este marco estructural, el patriarcado opera como una máquina de producción simbólica que enseña, tanto explícita como implícitamente, que la autoridad masculina es un bien que debe preservarse incluso a través de la fuerza. Adrienne Rich señala que lo personal es político, y en los femicidios esto se vuelve dolorosamente evidente: las historias íntimas están atravesadas por sistemas de opresión colectivos. Comprender esta dimensión estructural permite no solo denunciar la violencia, sino también imaginar transformaciones sociales que desmantelen las bases culturales que la sustentan.
Frente a esta realidad, la comunidad internacional ha impulsado acuerdos y marcos normativos como la Convención de Belém do Pará (1994) o la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), que exigen a los Estados prevenir, sancionar y erradicar la violencia de género. En sintonía con estos compromisos, diversos países han reformado sus legislaciones para tipificar el femicidio como un delito autónomo y establecer sanciones más severas. Sin embargo, la eficacia de estas medidas depende también de una transformación cultural profunda que cuestione las bases del patriarcado y promueva nuevas formas de ser hombre, desvinculadas del control, la posesión y la violencia.
Los femicidios, en su mayoría, ocurren en contextos de separación, ruptura o independencia económica de la mujer, momentos en que el varón percibe una pérdida de control. En Chile, el Observatorio de Equidad de Género en Salud (2023) reporta que en más del 60% de los casos de femicidio, la víctima había intentado separarse o había denunciado violencia previa. El crimen aparece, entonces, como un último intento de dominio.
El problema es que esta masculinidad homicida no surge de la nada: se gesta en la familia, en la escuela, en los medios y en las instituciones. Desde niños, los hombres aprenden que la rabia es más legítima que el llanto, que la autoridad es masculina y que el amor se confunde con posesión. Como ha señalado Rita Segato (2016), el femicidio no busca eliminar a la mujer como persona, sino reafirmar la virilidad del agresor ante el resto de los hombres. Es una “pedagogía de la crueldad”, una demostración pública del poder masculino.
El problema de fondo, entonces, no es solo penal o individual, sino cultural. Necesitamos reeducar las emociones masculinas, enseñar otras formas de vincularse, desarmar la idea del amor como propiedad. En la mayoría de los casos, los hijos de los femicidas quedan atrapados en el dilema de amar al asesino y llorar a la asesinada. Esa ambigüedad los marca de por vida.
La figura paterna, en estos casos, encarna lo que Byung-Chul Han (2014) llama “la violencia de lo igual”: una violencia que no reconoce la alteridad, que solo busca afirmar el yo mediante la destrucción del otro. El hombre que mata a la mujer que ama no soporta la diferencia ni la autonomía; su violencia nace del miedo a perder su centralidad.
De ahí la urgencia de una transformación profunda de las masculinidades. No basta con políticas de igualdad formal; es necesario trabajar en la dimensión afectiva y simbólica del género, en los modos en que los varones aprenden a cuidar, a acompañar, a aceptar la autonomía del otro. Como recuerda bell hooks (2004), la masculinidad no tiene por qué ser violenta: puede ser amorosa, empática y sanadora. Pero para eso se necesita una nueva ética del cuidado, una pedagogía del vínculo que también alcance a los hombres.
En este punto, el Estado y las instituciones educativas tienen un rol crucial. Los programas de prevención de violencia en el pololeo, los talleres de nuevas masculinidades y las campañas de educación emocional en escuelas deben dejar de ser marginales y pasar al centro del debate público. Si queremos evitar nuevos femicidios, debemos formar hombres capaces de sentir, cuidar y responsabilizarse de la vida.
La orfandad como herida estructural
La orfandad en estos contextos es doble: se pierde a la madre y también la confianza en el mundo. Judith Butler (2009) explica que la vulnerabilidad humana es siempre relacional; dependemos de otros para sostenernos. Cuando el Estado falla en esa red, el dolor se politiza. No hay duelo posible sin reconocimiento.
Pero el reconocimiento no se reduce a nombrar. Implica políticas concretas: apoyo psicológico, educación gratuita, acompañamiento jurídico y económico. En este sentido, la orfandad por femicidio debería tener un estatus similar al de las víctimas de terrorismo o catástrofes, pues representa un daño colectivo.
El filósofo Enrique Dussel (2013) recuerda que toda ética de la liberación comienza en el rostro del oprimido, en el sufrimiento concreto del otro. Las hijas e hijos del femicidio encarnan ese “rostro negado” que interpela nuestra humanidad. Su orfandad no puede ser tratada como una consecuencia colateral, sino como una violencia estructural que interpela al orden social completo.
Infancias invisibles: el Estado, la escuela y el silencio
La orfandad de niñas y niños sobrevivientes de femicidio no puede reducirse a una tragedia privada; es una fractura profunda del tejido social que revela cómo el patriarcado opera incluso a través de la indiferencia institucional. Cada niño que pierde a su madre por violencia de género carga con una herida que trasciende lo emocional: es la evidencia de un Estado que no supo proteger, de una sociedad que normaliza la desigualdad y de instituciones que reproducen la exclusión. Como señala Nancy Fraser (2008), negar reconocimiento y visibilidad a estas infancias constituye una injusticia estructural: se les arrebata no solo la madre, sino también el estatus de víctimas con derechos plenos.
En Chile, más de 800 niñas, niños y adolescentes han quedado huérfanos producto de femicidios consumados desde 2010 (SernamEG, 2024), pero no existen registros nacionales actualizados ni políticas integrales de acompañamiento. Leonor Silvestri (2017) alerta sobre la manera en que las instituciones invisibilizan a estos NNA, tratándolos como “familiares indirectos” en vez de sujetos de derechos, perpetuando una violencia simbólica que acompaña al acto criminal. Alicia Puleo (2019) complementa esta crítica al señalar que el patriarcado no solo mata, sino que también deja que la vulnerabilidad se naturalice y se institucionalice, relegando la reparación emocional y social a un segundo plano.
El sistema judicial, atrapado en una lógica adultocéntrica y burocrática, extiende los procesos de tutela y cuidado personal durante años, mientras las infancias sobrevivientes son trasladadas entre familiares o programas de acogida sin contención integral. Svampa (2021) y Preciado (2019) coinciden en que esta desprotección es la continuidad del poder patriarcal: el hogar y la justicia no solo fallan en proteger, sino que reproducen la violencia estructural. Frente a esta realidad, la justicia debe ir más allá del castigo penal: requiere construir redes de cuidado, acompañamiento psicológico y reparación integral, reconociendo a los NNA como sujetos activos de derechos y agentes de memoria, capaces de transformar la pérdida en un motor de reflexión social y feminista.
Cuando una mujer es asesinada, los medios informan el hecho, la justicia investiga, la sociedad se indigna… pero después, el silencio. Los niños quedan fuera del foco. Esa invisibilización es una forma de violencia simbólica, pero sobre todo estructural. Pero después llega un silencio espeso, uno que cae sobre los niños y niñas que quedan en un territorio emocional devastado. Como expresa bell hooks (2000), la sociedad rara vez se detiene a pensar cómo los sistemas de violencia moldean la vida afectiva de las infancias, especialmente cuando han perdido a su madre en circunstancias tan traumáticas. Esa falta de mirada es también una forma de violencia que se transmite a través de la indiferencia colectiva.
Pierre Bourdieu (1998) definió la violencia simbólica como aquel poder que se filtra en los intersticios de lo cotidiano, mediante la naturalización de lo que no debería ser aceptado. En el contexto del femicidio, esta violencia aparece cuando los niños y niñas no son nombrados, cuando su dolor queda relegado a los márgenes o cuando se espera que “sigan adelante” sin procesar la pérdida. Judith Butler (2004) advierte que algunas vidas se consideran menos llorables, y lamentablemente, muchas infancias afectadas por femicidios quedan fuera de ese marco de duelo socialmente reconocido. Reconocer esto es el primer paso para no reproducir ese borramiento.
La escuela, lejos de ser un lugar que deba cargar con culpas o responsabilidades imposibles, puede convertirse en un espacio clave de contención emocional y social. Docentes, orientadores y comunidades educativas tienen la capacidad de ofrecer escucha, afecto y acompañamiento, incluso cuando no cuentan con todas las respuestas. Como plantea Patricia Hill Collins (2009), los espacios comunitarios pueden funcionar como redes de resiliencia que sostienen a quienes han sido heridas por sistemas de opresión. En este sentido, la escuela puede abrir puertas donde el Estado y la sociedad a veces cierran ventanas, ofreciendo un territorio seguro donde las infancias puedan nombrar su dolor y comenzar a transitarlo.
En entrevistas de campo realizadas por el Centro de Estudios de la Niñez y la Mujer (2022), profesores relatan su impotencia: “No sabemos qué decirle a un niño que vio cómo su papá mató a su mamá. No hay protocolo. Solo tratamos de no hablar del tema”. Ese “no hablar” es una herida que se profundiza. El silencio institucional deja al niño sin relato, sin palabras para ordenar su mundo.
La infancia víctima del femicidio habita un espacio de duelo congelado, donde no se les permite expresar su rabia, tristeza o confusión. Judith Herman (1992) señala que el trauma se perpetúa cuando no se narra. Y en el caso de los niños, la imposibilidad de narrar su pérdida es también una imposibilidad de habitar su historia.
La escuela, en este contexto, podría ser un espacio de reparación simbólica. Sin embargo, la educación chilena sigue operando bajo lógicas productivistas y despersonalizadas. Se exige rendimiento, no expresión emocional. Una pedagogía verdaderamente inclusiva debería incorporar herramientas de acompañamiento emocional, mediación familiar y formación docente en trauma y género.
De igual modo, los programas sociales no integran una perspectiva de derechos humanos aplicada a estas infancias. La Convención sobre los Derechos del Niño (ONU, 1989), en su artículo 39, obliga a los Estados a promover la recuperación física y psicológica de las víctimas de abuso o violencia. Pero en la práctica, Chile no cumple plenamente este mandato.
La invisibilización del dolor infantil revela un orden simbólico adulto que niega la fragilidad como parte de lo humano. Como sostiene Byung-Chul Han (2012), la sociedad de la transparencia elimina el sufrimiento porque no produce rendimiento. Por eso, los niños del femicidio se vuelven incómodos: no encajan en la narrativa de superación, ni en la estética del éxito.
Hacia una justicia del cuidado: propuestas y desafíos
Frente a la magnitud del femicidio, la justicia no puede limitarse a una sanción simbólica ni a un proceso meramente formal: el agresor debe enfrentar la máxima consecuencia legal posible. En términos feministas y criminológicos, el femicida debe ser objeto de una privación de libertad irreversible, que refleje tanto la gravedad ontológica del crimen como el daño estructural que inflige a la sociedad y a las infancias sobrevivientes. No se trata de venganza, sino de instaurar un castigo ejemplar, que reafirme la autoridad del Estado y la inviolabilidad de la vida de las mujeres.
Carol Gilligan (1982) nos recuerda que la justicia no puede desvincularse del cuidado y la reparación; aplicar una sanción máxima al agresor es simultáneamente un acto de reconocimiento hacia quienes sobreviven, un resguardo ético y social que protege a niñas, niños y adolescentes del abandono institucional. La pena ejemplar cumple así un doble rol: neutraliza al agresor y evidencia la responsabilidad colectiva del Estado de sostener y acompañar a los sobrevivientes, construyendo un entramado de justicia que integra sanción, reparación y prevención.
Desde una perspectiva crítica feminista, como señalan Puleo (2019) y Silvestri (2017), esta medida no es excesiva: es la respuesta que corresponde a un crimen que no solo mata, sino que destruye redes familiares, memorias y proyectos de vida. La irreversibilidad de la pena refleja la necesidad de que el sistema judicial reconozca la violencia estructural del patriarcado y cumpla su función ética: garantizar que quienes ejercen la violencia extrema no tengan posibilidad de reincidir, mientras la sociedad y las infancias sobrevivientes reciben la contención y el reconocimiento que les corresponde.
Entre las propuestas que emergen desde organizaciones feministas y de derechos humanos destacan:
1. Creación de un Registro Nacional de Niñas, Niños y Adolescentes Víctimas de Femicidio.
2. Implementación de pensiones de reparación y becas educacionales, financiadas por el Estado.
3. Protocolos interinstitucionales entre SernamEG, Ministerio de Educación, Mejor Niñez y Poder Judicial, para acompañar los procesos judiciales y emocionales.
4. Formación obligatoria en trauma infantil y violencia de género para docentes, policías y jueces.
5. Espacios comunitarios de memoria y acompañamiento donde los niños puedan resignificar su historia.
Estas medidas no son caridad: son justicia. Son parte del deber estatal de garantizar derechos. En términos jurídicos, se alinean con el principio de reparación integral reconocido por la CIDH (2022), que implica restitución, indemnización, rehabilitación y garantías de no repetición.
Desde una perspectiva sociológica y filosófica, transformar la política del cuidado implica desarticular las raíces patriarcales que han delegado históricamente esta responsabilidad en las mujeres. Despatriarcalizar el cuidado no es solo redistribuir tareas, sino reconfigurar la sensibilidad social: comprender que el cuidado es un acto político que involucra al Estado, a las comunidades y a los hombres como sujetos activos. Como sostiene Carol Gilligan (1982), el cuidado constituye una ética relacional que puede reorientar la vida colectiva hacia la responsabilidad mutua. En este marco, las masculinidades deben ser interpeladas no únicamente como posibles agentes de violencia, sino como sujetos capaces de sostener, reparar y acompañar.
Rita Segato (2016) afirma que desmontar el poder patriarcal requiere más que sancionar: implica educar en otras formas de vincularse, donde la ternura y la empatía se conviertan en prácticas políticas. La formación en paternidades responsables, la educación emocional y los espacios de mediación comunitaria pueden convertirse en mecanismos que prevengan la violencia al expandir el repertorio afectivo de la sociedad. En la misma línea, Paul B. Preciado (2019) sugiere que la transformación de los cuerpos y subjetividades exige repensar los sistemas que regulan nuestras relaciones, desde el deseo hasta la convivencia cotidiana. Así, el cuidado emerge no como un gesto privado, sino como un acto revolucionario.
Desde esta perspectiva, el femicidio no marca un cierre definitivo, sino que abre un espacio de responsabilidad ética compartida que interpela a toda la sociedad. Cuando la violencia destruye el mundo de una infancia, la justicia y el Estado deben ser capaces de proyectar alternativas que restauren la vida, donde la memoria de la víctima sirva como fundamento para el cuidado, la reparación y la prevención. Como recuerda Hannah Arendt (1958), el poder auténtico surge cuando las personas actúan juntas; trasladado al contexto del femicidio, esto implica que la reconstrucción del tejido social depende de nuestra acción colectiva, de nuestra capacidad de sostener a las infancias sobrevivientes y de garantizar que la violencia no deje secuelas invisibles.
La respuesta a estos crímenes no puede limitarse a la sanción del agresor, aunque esta sea ejemplar y estricta: exige un compromiso comunitario y estatal que combine castigo, acompañamiento emocional, protección social y educación preventiva. La justicia, en este sentido, se redefine como un acto relacional y ético, que reconoce a las hijas y hijos de víctimas como sujetos plenos de derechos y como protagonistas de la reparación. La ética del cuidado, planteada por Carol Gilligan (1982), se convierte en un marco fundamental para pensar políticas públicas que integren sanción, contención y reconstrucción social, evitando que la violencia estructural del patriarcado continúe operando en silencio sobre las infancias.
Reconocer esta dimensión colectiva y relacional de la justicia implica también un cuestionamiento profundo del sistema: su tendencia a priorizar lo punitivo abandonando absolutamente el acto reparador para las victimas vivas del femicida las niñas, niños y adolescentes que quedan a la deriva, exponiéndolos a nuevas vulnerabilidades. Solo a través de una acción integrada —donde la sanción del femicida sea irreversible y ejemplar, y al mismo tiempo se garantice la contención, protección y acompañamiento de los sobrevivientes— puede hablarse de una justicia que no solo castigue, sino que sostenga y reconstruya la vida.
El deber de nombrar y cuidar
La infancia que sobrevive al femicidio nos enfrenta a una verdad incómoda: la violencia de género no termina con la muerte de la madre, sino que se propaga a través de la indiferencia institucional y social que sigue al crimen. Castigar al agresor es urgente y necesario, pero no suficiente. Como plantea Rita Segato (2016), el patriarcado no se desmonta únicamente mediante sanciones penales; requiere una desarticulación radical de las relaciones de poder que reproducen la violencia, así como la construcción de redes de cuidado que sostengan a quienes quedan vivos. Los niños y niñas sobrevivientes no son “daños colaterales”: son el epicentro del problema, portadores de la herida colectiva de una sociedad que ha naturalizado la violencia doméstica y la impunidad.
Desde una perspectiva sociológica y feminista, invisibilizar a estas infancias es reproducir lo que Nancy Fraser (2008) denomina injusticia de reconocimiento: negar su estatus de sujetos políticos y morales los condena a ser víctimas silenciadas de un sistema que privilegia lo punitivo sobre la reparación. El Estado y la comunidad tienen la obligación de crear estructuras de acompañamiento emocional, protección legal y restitución social, transformando el dolor en acción política concreta y evitando que la violencia se transmita de generación en generación. Este enfoque reconoce que el femicidio no es un hecho aislado, sino la expresión más extrema de un orden patriarcal que debe ser confrontado radicalmente.
La filosofía política, como señala Hannah Arendt (1963), nos recuerda que el poder auténtico surge del amor por el mundo y de la acción colectiva. Aplicado al femicidio, amar el mundo hoy implica construir políticas y prácticas que defiendan la vida de las mujeres y de las infancias sobrevivientes, mientras los agresores cumplen penas ejemplares y contundentes que reflejen la gravedad de su crimen. La ética del cuidado de Carol Gilligan (1982) refuerza esta noción: la justicia no es solo castigo, sino responsabilidad relacional, donde proteger, sostener y reparar se convierte en un imperativo social. Solo así se puede imaginar una reconstrucción del tejido social que no abandone a quienes la violencia patriarcal dejó huérfanos, y que transforme la memoria del femicidio en un punto de partida para la acción colectiva y la prevención radical.
La ternura como justicia
Hablar de femicidio y de infancia es hablar de un país que todavía no ha aprendido a cuidar. La ternura, dice Marcela Lagarde (2015), es una categoría política: un modo de resistencia frente a la crueldad patriarcal. Incorporarla a la justicia no es debilidad, es humanización.
Quizás el futuro dependa de eso: de transformar la rabia social en ternura política, el castigo en acompañamiento, el dolor en memoria viva.
Porque mientras una niña o un niño siga temiendo pronunciar el nombre de su madre, el femicidio no habrá terminado.
Referencias
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