El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Amar, querer y leer

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Por Antonia Améstica Vassart

“Casi todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar”.

 —José José

Saber leer es necesario para saber amar. Pero no leer libros ni banalidades: leer en el sentido real del verbo. Como dice Dolina, lo peor que puede pasarle a alguien enamorado no es el desamor, sino haber leído mal: creer que te aman mucho cuando no es así. Interpretar mal los signos del otro, responder con desmesura menoscabando la propia dignidad. 

Y es que esa no correspondencia (o correspondencia a medias) entre quereres suele tener un final trágico.

Para no irnos tan lejos, tomemos el caso de La Ilíada: 

Patroclo amaba a Aquiles. Aquiles era el objeto amado, el sol al que Patroclo giraba. Pero cuando Patroclo murió, Aquiles volcó el eje del amor: pasó de ser amado a amar con una intensidad que lo hizo invocar a la pelada anoréxica. Los dioses, al reconocer el gesto, lo premiaron con la kléos, la gloria eterna reservada a quienes arden demasiado para pertenecer del todo a la vida.

Porque Patroclo sabía querer, pero Aquiles sabía amar. Y no murió solo por Patroclo, sino por preservar la llama del amor que se niega a volverse olvido.

Y es que, como bien sabían los griegos y los cubanos, toda cobardía viene de no amar, o de amar mal. (Los amores cobardes no llegan a amores ni a historias: se quedan allí…)

Por eso el buen enamorado debe saber cuándo virar, antes de que la lucidez llegue tarde y el amor se le vuelva ceniza entre las manos.

Quien ama de verdad es noble, no solo porque prefiere el sufrimiento antes que el olvido, sino porque prefiere acariciar antes que aprisionar. Es cierto que un vientre puede llegar a ser lo más profundo, pero esa hondura no viene de la lascivia, viene de las raíces del amor que se cimentan en el aire y que, como la belleza y la eternidad, no se ven. 

Y es que, como decía Pound: “Lo que verdaderamente amas no te será arrebatado.” Porque el amor no requiere correspondencia: basta con que exista. Es el flujo espontáneo de unas venas encendidas por el hambre de no morir.

Amar es exagerar, y esa exageración no admite ningún tipo de duda. Amar es sorprenderse, y esa sorpresa es muda. El amor sabe mirar, pero no sabe hablar.  Porque amar es leer, y querer no necesariamente implica una lectura.

Roland Barthes, semiólogo y enamorado, decía que el enamorado es el mayor semiólogo: busca sentido en cada coma, en cada silencio, en cada respiración del otro. Vive leyendo signos, interpreta gestos, persigue significados hasta en la más mínima acción del ser amado.

Por eso el acto amatorio es, ante todo, un acto de lectura. Pero no de lectura de letras. 

Como dice Trujillo: “No es bueno leer solamente aquello que ha sido hecho para ser leído (…) Es precisa la lectura entre líneas, la lectura de los subtextos, intertextos y supratextos. Y más importante aún: la lectura entre letras, aquella en que todavía no hay palabras que nos engañen”.

Leer supone esfuerzo y atención, y —como decía una amiga— la atención es la forma más rara y pura de generosidad.

La lectura, para mí, es la forma primordial de amor. Porque saber leer es necesario para saber amar, y saber amar es necesario para saber vivir.

Es así como saber leer es lo que distingue al querer del amar. Leer las montañas y los ojos, los libros y los silencios, es prolongar la forma más honda del entendimiento: la del amor.

De ese amor que mueve el sol y las demás estrellas.

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