El Arrebato

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Instinto anarquista: ¿Por qué desconfiar del poder propio?

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©Víctor Borredá

 Por Diego Farfán Valdebenito, Administrador Público


112 mil millones de pesos, esa es la cifra que millones de familias chilenas pagaron de más en sus cuentas de electricidad durante casi dos años, producto de un error metodológico en el cálculo tarifario. El problema se originó en la doble aplicación del Índice de Precios al Consumidor (IPC), lo que generó un incremento indebido de las tarifas eléctricas.

Según se ha informado, el error consistió en aplicar dos veces el efecto de la inflación sobre determinados saldos pendientes desde 2017, práctica que se habría mantenido por al menos ocho años. Lo más preocupante es que esta metodología fue propuesta por la Comisión Nacional de Energía (CNE), sin que posteriormente fuera detectada ni corregida.

No fue un sabotaje ni una conspiración; fue algo mucho más inquietante: un simple error técnico que nadie detectó, cuestionó y/o detuvo. Y eso es, precisamente, lo que hace que el caso Pardow sea tan revelador respecto de nuestras fragilidades institucionales.

Existe un concepto de suma importancia que conviene retomar en esta materia: la asignación de discrecionalidad. Este se refiere al margen de maniobra que poseen las autoridades o funcionarios para tomar decisiones en escenarios o sistemas complejos de información, donde ni las leyes, ni los contratos logran abarcar completamente todos los detalles o la totalidad del asunto en cuestión.

Para ilustrar de manera práctica y comprensible el concepto de asignación de discrecionalidad, podemos compararlo con una acción coloquial chilena “Pedir fiado en el almacén”. En este caso, quien asigna la discrecionalidad es el dueño del almacén, quien decide otorgar un crédito informal a un cliente basándose en la confianza, de que este tiene antecedentes que lo comprometen a pagar la deuda en un plazo razonable, estos antecedentes pueden ser, su domicilio o mejor incluso, pagos realizados anteriormente compartiendo misma condición de pago. De este modo, el dueño entrega un “voto de confianza” al cliente. Es importante destacar que el dueño del almacén asume riesgos al tomar esta decisión, pues existe la posibilidad de que el cliente no pague, quebrantando así la confianza depositada en él.

¿Es posible evitar la asignación de discrecionalidad? La verdad es que no. Ante sistemas institucionales tan complejos de información, dicha discrecionalidad se vuelve necesaria para no entorpecer el avance de las materias propias de la gestión pública. 

Sin embargo, esto no significa que la discrecionalidad no deba ser fiscalizada ni cuestionada por el propio equipo de trabajo. El monitoreo permanente de las decisiones y acciones de los funcionarios resulta imprescindible para asegurar un desempeño adecuado y obtener buenos resultados.

Ahora bien, ¿suelen suceder muchos errores de igual forma, incluso cuando existe una fiscalización o monitoreo expedito?

Al tratarse de sistemas complejos, surge el famoso dilema del cual nos habla principalmente Niklas Luhmann, quien explica que el problema de la información en dichos sistemas radica en la dificultad de obtener, manejar y comunicar antecedentes previos, para comprender, modelar o predecir su comportamiento.

Esto se debe a que estos sistemas incluyen múltiples subsistemas interrelacionados y presentan comportamientos emergentes que no pueden anticiparse fácilmente mediante el análisis aislado de sus componentes individuales.

Este planteamiento constituye la antesala al concepto de racionalidad limitada, propuesto por Herbert Simon, que describe cómo las decisiones en el ámbito público se ven condicionadas por la falta de información completa, el tiempo restringido y la capacidad limitada de análisis. En la práctica, esto significa que los responsables de la gestión pública no siempre eligen la mejor alternativa posible, sino aquella que resulta suficientemente adecuada frente a las circunstancias. Así se explica por qué muchas decisiones del Estado no alcanzan la racionalidad ideal que se espera, sino que responden a una lógica de equilibrio entre lo posible y lo necesario.

En esencia, la asignación de discrecionalidad implica ceder confianza para gestionar lo incierto y lo cambiante. Sin embargo, esa confianza encierra una tensión inherente: por un lado, resulta indispensable para dotar a las instituciones y a sus directivos de mayor capacidad de acción y flexibilidad; por otro, abre la puerta al uso arbitrario del poder y a la concentración de decisiones en manos de élites técnicas o políticas que operan sin un control efectivo.

Quizás sea precisamente ese “instinto anarquista” del que habla el francés Pierre-Joseph Proudhon, o cierta tradición del socialismo chileno, esa sospecha profunda hacia cualquier figura en posición de poder. Es un sentimiento inmediato, casi visceral, que nos lleva a desconfiar de nuestros propios dirigentes apenas asumen el cargo, transformando el grito de sucesión en un macabro “Amado hoy, desterrado mañana”.

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Este instinto, lejos de ser un defecto patológico del socialismo chileno, constituye un mecanismo cultural de defensa democrática. Es la certeza forjada en nuestra conexión histórica con el anarquismo francés y español, el mutualismo y el anarcosindicalismo: la convicción de que los mecanismos del poder penetran inevitablemente en el alma de quien los ejerce.

Primero aparecen los manierismos tecnocráticos, luego las posturas de autoridad incuestionable y, finalmente, los comportamientos que, sin proponérselo, terminan excluyendo el control social.

No se trata solamente de un error técnico ni de la incompetencia de un ministro. Este caso es emblemático de cómo, en nuestras instituciones, la discrecionalidad puede transformarse en un poder concentrado y tecnocrático, hermético a la fiscalización social.

La pregunta no es si debemos confiar ciegamente en la ética individual de nuestros representantes, eso sería ingenuidad política. La verdadera pregunta es cómo construimos instituciones que canalicen ese “instinto anarquista” en sistemas efectivos de control democrático.

Esto revela que los mecanismos actuales reproducen relaciones de poder que perpetúan la desigualdad y socavan la confianza colectiva. La discrecionalidad se transforma así en un instrumento que refuerza privilegios tecnocráticos, en lugar de democratizar el acceso y control de los bienes públicos.

Mantener vivo ese “desgarro íntimo” frente al poder no es un ejercicio de cinismo político ni una patología autodestructiva, sino una condición necesaria para quien pretenda llamarse “compañero o compañera”. Es lo que nos mantiene sincronizados con la realidad que queremos cambiar, sin convertirnos en aquello que combatimos. 

Ese instinto debe traducirse en arquitecturas institucionales concretas: espacios reales de participación ciudadana en decisiones que afectan recursos vitales como la energía, transparencia en los procesos técnicos de cálculo tarifario, y sistemas robustos de control social que no dependan únicamente del buen juicio de los funcionarios ni de la eventual detección fortuita de errores garrafales.

¿Cómo darle forma a aquello que rechaza toda forma? ¿Cómo sistematizar (institucionalizar) lo naturalmente antisistémico (anárquico)? La respuesta es fomentando estructuras horizontales y descentralizadas (es decir, tratar de repartir el poder desde el poder y la responsabilidad entre la comunidad), tanto en espacios de la alta institucionalidad pública, como en municipios, u organizaciones sociales. Esto aplica, respecto a lo público.

En cuanto a lo privado , las empresas que recibieron la distribución de electricidad efectivamente percibieron los pagos inflados por el “error metodológico”, pero no fueron víctimas inocentes, sino beneficiarios activos de una anomalía que omitieron denunciar. Esto sin embargo, abre otro debate sobre la ética del empresariado chileno.

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