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[ENSAYO] Salud mental, infancias y cuidados: una mirada a los programas de los candidatos presidenciales

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Por Sofía Varas Rojas, socióloga, especialista en salud mental, infancias y Derechos Humanos

Hay un gesto que define a las sociedades: la forma en que hacen silencio. No es el silencio de la prudencia o la reflexión; es el silencio de la omisión. En Chile ese silencio pesa: se escucha en los debates presidenciales, en los programas de gobierno, en el titular que pasa y no vuelve. Y se escucha con más fuerza cuando hablamos de infancia: la población que aún no vota, la que no organiza lobby, la que —por ser cuerpo frágil— exige políticas de cuidado y no meras proclamas.

Chile se prepara para una nueva elección presidencial en 2025 en medio de un clima de desgaste institucional, polarización política y agotamiento emocional colectivo. Las heridas abiertas del estallido social, la pandemia, y la precariedad estructural del sistema de salud mental han configurado un escenario donde la infancia, los derechos humanos y el SENAME —ahora “Mejor Niñez”— deberían ocupar el centro del debate. Sin embargo, lo que se observa en los programas de los distintos candidatos es una omisión persistente: la invisibilización de la niñez vulnerable, la patologización de la pobreza y la reducción de la salud mental a un problema individual.

Como advierte Byung-Chul Han (2010), “la sociedad del rendimiento enferma de positividad”, y Chile, atrapado en el paradigma neoliberal, ha convertido la salud mental en una mercancía más. Lo que debería ser una política pública integral, con enfoque de derechos, se transforma en un bien de consumo. En este contexto, los discursos presidenciales sobre infancia y salud mental no son neutros; son espejos de la ideología que sostiene cada proyecto político.

LA INFANCIA COMO TERRENO DE DISPUTA SIMBÓLICA

Hablar de infancia en Chile es hablar del espejo más cruel de nuestras desigualdades. Según datos del Ministerio de Desarrollo Social (2024), más del 18% de los niños y niñas vive bajo la línea de la pobreza multidimensional. Mientras tanto, los informes de UNICEF (2023) advierten que Chile continúa con uno de los índices más altos de depresión infantil y adolescentes en Latinoamérica. El sistema de protección, a través del ex SENAME, no logra revertir los ciclos de violencia institucional ni garantizar reparación efectiva.

En los programas presidenciales 2025, la infancia aparece mencionada, pero no comprendida. Se usa como bandera moral, como recurso discursivo, pero no como prioridad política. Los niños y niñas en Chile siguen siendo “el futuro”, pero rara vez son entendidos como el presente vivo de la desigualdad.

La Defensoría de la Niñez, por su parte, documenta un patrón de entornos violentos y exclusión que golpea de manera diferencial según regiones, género y condición socioeconómica; su diagnóstico 2025 exige mecanismos de participación real de NNA y sistemas de reparación eficaces, no solo enunciados. 

Con esos datos sobre la mesa, la pregunta es política y ética: ¿qué ofrecen los candidatos presidenciales? ¿Son propuestas para transformar la vida de quienes nacen más vulnerables, o retóricas que mitigan inquietudes electorales sin cambiar estructuras?

DE LA RETÓRICA A LA POLÍTICA: EL DÉFICIT EN CONCRECIÓN

La mayoría de los programas electorales hoy habla de salud mental y de infancia como ejes discursivos. Pero hay una diferencia sustantiva entre nombrar un problema y proponer su solución: la solución exige caja, plazos, indicadores y responsables. Sin esos elementos, toda promesa es frágil.

Puedo sintetizar tres fallas técnicas recurrentes en casi todos los programas revisados:

1. Ausencia de financiamiento pluri-anual. Pocas candidaturas presentan partidas concretas ni cronogramas de implementación para sus medidas en infancia y salud mental. Se proponen “psicólogos en escuelas”, “líneas 24/7” o “fortalecer Mejor Niñez”, pero sin decir cuánto costarán, quién los contratará ni cómo se evaluará su impacto.

2. Fragmentación institucional. Salud, educación y protección siguen operando como silos. La evidencia —incluida la propia ENPS— exige redes articuladas, derivaciones claras y seguimiento longitudinal. Sin intersectorialidad real, los esfuerzos quedan aislados.

3. Escasa territorialización. Pocos planes consideran adaptaciones interculturales para pueblos originarios, respuesta en zonas rurales aisladas o atención diferenciada para población migrante. La homogeneidad territorial reproduce desigualdad.

Estas fallas no son tecnicismos: son la diferencia entre que un niño reciba atención temprana o que su diagnóstico quede en un expediente.

¿QUÉ DICEN LOS CANDIDATOS?

Evelyn Matthei: la tecnocracia del orden

Evelyn Matthei representa la continuidad del paradigma tecnocrático que prioriza la gestión sobre la transformación. Su discurso en torno a infancia y salud mental se enmarca en el lenguaje del control y la eficiencia. Habla de “recuperar la disciplina en las escuelas”, “reforzar valores familiares” y “aumentar la seguridad” como ejes de bienestar infantil. Sin embargo, su propuesta carece de un enfoque estructural: no aborda el trauma, la violencia simbólica ni las causas de la vulnerabilidad infantil.

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En materia de salud mental, propone aumentar la cobertura en atención primaria, pero sin modificar el modelo biomédico ni incorporar la mirada comunitaria o intercultural. Se habla de “fortalecer la resiliencia” de los jóvenes, pero sin cuestionar las condiciones sociales que enferman. Su visión, coherente con la lógica neoliberal, responsabiliza al individuo de su malestar. En palabras de Han (2017), “la autoexplotación del sujeto neoliberal es más eficiente que la explotación ajena, porque se confunde con libertad”.

José Antonio Kast: la moral del castigo

El programa de José Antonio Kast articula una visión conservadora donde la infancia se asocia a la familia tradicional y la salud mental se reduce al autocontrol. Kast propone “reformar profundamente Mejor Niñez” y “cerrar residencias que promuevan ideologías contrarias a los valores chilenos”. Su discurso despolitiza la violencia estructural y reemplaza la protección estatal por la tutela moral.

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En su visión, la niñez debe ser “formada en principios” antes que acompañada en derechos. En cuanto a salud mental, plantea reducir la “medicalización innecesaria” —una crítica válida—, pero sin reconocer que la mayoría de los tratamientos son inaccesibles por razones económicas. La contradicción es evidente: defiende la libertad de mercado, pero ignora que el mercado enferma. Su programa reproduce una lógica de “culpa y castigo”, heredera del pensamiento autoritario, donde el malestar social se interpreta como falta de carácter, no como síntoma de desigualdad.

Johannes Kaiser: el negacionismo del sufrimiento

Kaiser, representante de un discurso aún más extremo, niega abiertamente la existencia de una crisis de salud mental colectiva. Ha declarado que “la izquierda inventó la depresión para justificar subsidios”, una frase que sintetiza su visión de mundo. En su enfoque, el Estado no debe intervenir en el bienestar emocional ni en la protección de la infancia más allá de lo “básico”. Esta postura es peligrosa no solo por su ignorancia, sino porque legitima la deshumanización institucional.

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Su visión del ex SENAME es la de un gasto inútil, un “hoyo negro presupuestario”, sin reconocer que lo que falla no es el gasto, sino la ausencia de un Estado cuidador. En términos sociológicos, Kaiser encarna la negación del vínculo social: su discurso está vacío de empatía, lo que Byung-Chul Han llamaría “la desaparición del otro”.

Jeannette Jara: la promesa del Estado cuidador

Jeannette Jara, en cambio, se posiciona desde la tradición socialdemócrata. Su programa incluye un eje explícito de salud mental comunitaria y reconoce la necesidad de reformar estructuralmente el sistema de protección a la infancia. Propone un Plan Nacional de Cuidados Integrales, articulando salud, educación y comunidad. También menciona la creación de centros territoriales de acompañamiento psicosocial para niños y adolescentes.

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Su propuesta es la única que incorpora la salud mental como dimensión política del bienestar, y no solo como problema clínico. Sin embargo, enfrenta el desafío de la implementación. En un país donde la atención en salud mental recibe apenas el 2,1% del presupuesto sanitario (MINSAL, 2024), las promesas de cobertura universal parecen distantes. Jara representa una utopía realista: un Estado que cuida, pero que debe enfrentar la inercia neoliberal de las instituciones.

Harold Mayne-Nicholls: la ética del deporte como cuidado

Mayne-Nicholls, proveniente del mundo deportivo y de la gestión social, propone una mirada innovadora: integrar el deporte y la recreación como pilares de salud mental. Aunque su programa es menos estructurado, introduce la idea del bienestar colectivo a través del vínculo social y el movimiento, un enfoque preventivo y comunitario que podría fortalecer la salud mental infantil.

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No obstante, su visión peca de voluntarista. No hay un diagnóstico profundo de las fallas institucionales del SENAME ni una propuesta de política pública que supere la fragmentación actual. Su programa confía en el “espíritu comunitario”, pero omite la desigualdad estructural. En palabras de Pierre Bourdieu (1999), “la buena voluntad no sustituye la política”. El riesgo es convertir la infancia en un eslogan moral, sin transformación real.

Eduardo Artés: el Estado popular y la salud como derecho

Eduardo Artés, desde una perspectiva marxista, propone un giro radical: refundar el sistema de protección a la infancia y transformar la salud mental en un derecho garantizado por el Estado. Su diagnóstico es certero: el neoliberalismo ha convertido la infancia en mercancía y la salud mental en privilegio. Plantea una desmercantilización del cuidado, con equipos comunitarios y educación emocional en todos los niveles.

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Sin embargo, su propuesta carece de detalle técnico sobre financiamiento y gestión. Aunque su discurso es éticamente sólido, su implementación en el marco de la actual estructura fiscal chilena sería compleja. Aun así, su voz es necesaria: recuerda que la salud mental es una forma de justicia social.

Franco Parisi: el cálculo emocional

El programa de Franco Parisi, centrado en economía digital y emprendimiento, casi no menciona la infancia. Su visión de salud mental es instrumental: propone “programas de bienestar laboral y coaching emocional”, orientados al aumento de productividad. Esta visión psicologiza el malestar, lo privatiza. No se habla de trauma, abuso o abandono. En su narrativa, el éxito financiero reemplaza el bienestar emocional.

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El silencio de Parisi sobre el SENAME es ensordecedor: no hay una línea sobre infancia vulnerada ni sobre salud pública. En su proyecto, el sujeto es un emprendedor autosuficiente; el Estado, un estorbo. Es el paradigma perfecto de la “sociedad del rendimiento”: el niño se forma para competir, no para existir.

Marco Enríquez-Ominami: la memoria y la sensibilidad

Marco Enríquez-Ominami, por su parte, introduce una mirada más humanista y cultural. Habla de memoria emocional, de una política que “abrace el dolor de Chile”. Propone un Ministerio de Salud Mental y Cultura, una idea audaz que vincula el arte con la reparación psicosocial. En relación con el SENAME, reconoce el fracaso estructural y plantea una comisión de verdad y reparación para niños víctimas del sistema.

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Su discurso es ético y sensible, pero su debilidad está en la falta de concreción programática. Como señala Arendt (1958), “la compasión sin acción se convierte en espectáculo”. MEO ofrece un relato emocionalmente lúcido, pero el desafío está en traducirlo en política efectiva. Aun así, su reconocimiento del trauma como elemento político lo diferencia de los demás.

ENTRE EL TRAUMA Y LA INDIFERENCIA: UN PAÍS QUE NO QUIERE MIRAR

Al analizar en conjunto los programas presidenciales, lo que emerge es un país fragmentado emocionalmente. La salud mental se aborda sin cuestionar la precariedad estructural que la genera; la infancia se usa como discurso, no como prioridad; y el ex SENAME se nombra solo para capitalizar indignación.

Chile vive una crisis de empatía institucional. No basta con aumentar recursos si no se cambia el paradigma: el niño no es un problema, es un síntoma de un modelo que excluye. Como sociedad, seguimos delegando en los técnicos y en la caridad lo que corresponde a la justicia y al Estado.

Byung-Chul Han (2021) escribe: “La violencia del sistema no se siente porque es silenciosa, se infiltra como eficiencia, se disfraza de libertad”. En ese silencio, la infancia se pierde entre discursos de progreso y competitividad, mientras las cifras hablan por sí solas:

  • Más de 200.000 niños atendidos por Mejor Niñez (2024).
  • Un 26% de adolescentes con síntomas depresivos (MINSAL, 2023).
  • Un suicidio adolescente cada dos días (ISP, 2024).

“Los niños no votan, y esa es la paradoja de su abandono”.

CHILE Y SU INFANCIA: UN ESPEJO ROTO

Según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE, 2024), Chile cuenta con 4.436.000 niños, niñas y adolescentes menores de 18 años, lo que representa el 22,4% de la población total. De ellos, más de 200.000 están bajo el sistema de Mejor Niñez (ex SENAME), mientras que otros 40.000 permanecen en contextos de alta vulnerabilidad social, con riesgo de desprotección o abandono (Ministerio de Desarrollo Social, 2024).

Estas cifras no solo son estadísticas: son el retrato de un país que, en su aparente modernización, continúa reproduciendo la exclusión desde la infancia. Michel Foucault advertía que “la manera en que una sociedad trata a sus locos y a sus niños revela su estructura moral” (Foucault, Historia de la locura, 1961). En Chile, ambos grupos —los niños vulnerados y las personas con trastornos mentales— siguen siendo gestionados, no acompañados. Se administra su dolor como si fuera un expediente.

La pregunta, entonces, no es cuántos programas hay, sino cuánto amor político hay en esos programas. Cuánto reconocimiento real del trauma colectivo que atraviesa a la niñez chilena post dictadura, post SENAME, post pandemia.

LA SALUD MENTAL COMO CAMPO DE DISPUTA

De acuerdo con el Ministerio de Salud (MINSAL, 2024), solo el 2,1% del gasto total en salud se destina a salud mental. La Organización Mundial de la Salud (OMS, 2023) recomienda al menos un 6%. Chile, a pesar de su crecimiento económico, sigue invirtiendo menos de la mitad de lo que necesita.

Este déficit se traduce en tiempos de espera de más de 200 días para acceder a atención psiquiátrica en el sistema público, y en la existencia de solo 1 psiquiatra infantil por cada 100.000 habitantes. En la práctica, los niños con síntomas depresivos o con antecedentes de abuso deben esperar meses o años para recibir tratamiento. El resultado es un país donde el sufrimiento se cronifica y se naturaliza.

La “epidemia silenciosa” de salud mental no es un problema clínico aislado: es la consecuencia directa de un modelo social que genera estrés, desigualdad y desarraigo. Como afirma Byung-Chul Han (2010), “la depresión es el cansancio de ser uno mismo, el agotamiento de la libertad neoliberal”.

Chile enferma porque exige productividad emocional. Y los niños, al crecer bajo esa lógica, aprenden que el amor y el éxito son intercambiables.

LO QUE CALLAN LOS CANDIDATOS

A excepción de Jeannette Jara, cuya propuesta de un Estado cuidador se vincula con la salud mental comunitaria, ninguno de los principales candidatos 2025 —Matthei, Kast, Kaiser, Parisi, MEO, Artés, Mayne-Nicholls— presenta un programa robusto, financiado y coherente en materia de infancia, salud mental y protección institucional.

  • Matthei prioriza la eficiencia administrativa, pero evita el enfoque de derechos y omite los temas de trauma y violencia estructural.
  • Kast instrumentaliza la infancia para reforzar su discurso de orden, asociando bienestar con obediencia.
  • Kaiser niega el sufrimiento como dimensión social, reproduciendo una retórica deshumanizante.
  • Parisi y su visión de coaching emocional convierten la salud mental en una mercancía individual.
  • MEO apela a la memoria y a la emoción, pero sin sustento presupuestario.
  • Mayne-Nicholls incorpora el deporte como eje preventivo, pero sin estructura técnica ni institucional.
  • Artés acierta en su diagnóstico sistémico, pero carece de mecanismos de implementación realistas.

El panorama es desolador. Todos hablan de “futuro”, pero pocos de infancia presente.

Todos prometen bienestar, pero casi ninguno menciona el presupuesto concreto para lograrlo.

Nadie propone una política nacional de reparación psicosocial post institucionalización, ni un aumento sustantivo del gasto en salud mental, ni la creación de centros territoriales de acompañamiento para adolescentes vulnerados.

EL NIÑO INVISIBLE Y EL ADULTO ROTO

Chile se encuentra frente a una crisis emocional generacional. Según la Encuesta Nacional de Salud Mental Adolescente (2024), un 26% de los adolescentes presenta síntomas depresivos y un 38% manifiesta ansiedad severa. La tasa de suicidio adolescente se ha duplicado en una década, alcanzando 7,6 por cada 100.000 jóvenes (ISP, 2024).

Estos datos no son solo médicos: son sociales, políticos, culturales. La depresión adolescente chilena es una metáfora de la soledad estructural.

La escuela, en lugar de ser un espacio de contención, se ha convertido en una máquina de rendimiento. El hogar, fragmentado por la precariedad, se desdibuja. Y el Estado, sobrecargado y burocrático, reacciona tarde.

Como señala Paulo Freire (1970), “la deshumanización no es el destino, sino el resultado de un orden injusto”. El problema no es solo la falta de recursos, sino la falta de ternura institucional. Un país que no protege a su infancia es un país que olvida su propia posibilidad de futuro.

LA INFANCIA COMO CENTRO DEL FUTURO POLÍTICO

Para cerrar con una imagen: imagina entrar a una escuela de una comuna periférica. Ves a los niños jugar, e inmediatamente hay dos caminos para quien gobierna: uno consiste en prometer una “mejor escuela” con afiches y discursos; otro consiste en enviar -todos los meses- un equipo interdisciplinario que haga seguimiento, en garantizar que la madre tenga sala cuna, que la familia acceso a ingreso estable, que el niño reciba atención psicosocial continua. El primer camino es espectáculo; el segundo es política.

La diferencia entre ambos caminos es la voluntad pública de invertir en cuidados, en dignidad y en futuro. No basta con compasión estética; se necesita inversión sistemática.

Chile puede permitirse el lujo de hablar de modernidad y competitividad. Pero si ese relato no contiene una política de infancia robusta, el país estará construyendo su riqueza sobre castillos de arena.

Si algo debería unir a los proyectos políticos del Chile que viene, es la convicción de que la infancia no puede seguir siendo una categoría decorativa.

Los niños no son “el futuro”, son el presente negado. Los programas de gobierno no deben limitarse a gestionar recursos: deben reparar el vínculo social dañado.

El Estado debe asumir el cuidado como eje de soberanía, no como gasto. La salud mental debe dejar de ser un nicho clínico y convertirse en política pública transversal.

Y el ex SENAME no puede seguir siendo un lugar de administración del dolor: debe transformarse en una institución de reparación y dignidad.

Hannah Arendt (1958) escribió que “cada nacimiento es una oportunidad de recomenzar el mundo”. Cada niño abandonado por el Estado es una oportunidad perdida de recomenzar Chile.

UN LLAMADO DESDE LA TERNURA POLÍTICA

Este análisis no busca indicar por quién votar, sino por qué pensar antes de votar.

No se trata de derechas o izquierdas, sino de humanidad y coherencia. Las elecciones de 2025 nos enfrentan a una pregunta ética más profunda que la económica:

¿Queremos seguir siendo un país que administra la miseria o uno que acompaña la vida?

Byung-Chul Han (2021) advierte que “sin el otro no hay mundo”. Chile, hoy, parece haber perdido al otro. La infancia —ese otro radical, vulnerable, sin voz— nos interpela. La salud mental —ese espejo del alma colectiva— nos pide detenernos. Y el SENAME —ese símbolo del fracaso estatal— nos exige memoria.

El futuro político no depende de quién gane la elección, sino de cuánto seamos capaces de mirar nuestro dolor y no apartar la vista. Porque, como recordaba María Zambrano (1955), “el pensamiento verdadero nace del sufrimiento, no del cálculo”.

PREGUNTAS QUE DEJAMOS SOBRE LA MESA (PARA EL LECTOR Y PARA LOS CANDIDATOS)

1. ¿Quién pagará y cómo se financiará la atención integral en salud mental infantil que prometen los programas?

2. ¿Qué metas concretas (numéricas y temporales) proponen para reducir la institucionalización en la primera infancia?

3. ¿Cómo se articularán salud, educación y protección a nivel comunal y regional?

4. ¿Cuáles serán los mecanismos de participación real de NNA en la formulación y evaluación de políticas que les afectan?

5. ¿Qué auditorías independientes se establecerán para supervisar convenios con entidades colaboradoras y residencias?

Si no hay respuestas claras y públicas a estas preguntas, la promesa queda a merced de la improvisación.

Conclusión

“No hay democracia No hay progreso sin cuidado.

sin salud mental.

No hay justicia sin infancia”

La historia de Chile está escrita en los cuerpos de sus niños y en el silencio de sus adultos. Si el próximo gobierno —sea cual sea su color— no sitúa la salud mental y la protección de la niñez como prioridades nacionales, estaremos repitiendo el ciclo de abandono institucional que ha marcado a generaciones enteras.

El desafío no es técnico, es ético.

Y el voto, en este contexto, no es solo un acto político: es un acto de responsabilidad afectiva con el país que dejamos a quienes aún no pueden votar, pero ya cargan con nuestras decisiones.

UNA PLEGARIA LAICA POR LA INFANCIA

Los autores que quiero traer para terminar no lo hacen por erudición, sino por necesidad moral. Hannah Arendt nos recordó que la acción política existe para construir mundo común; si la infancia no está en ese mundo, entonces falta mundo. Byung-Chul Han nos susurra que la sociedad de rendimiento enferma de soledad; la infancia la padece primero. Bronfenbrenner y Masten nos señalan que el tejido de relaciones cotidianas es la defensa más poderosa contra el trauma. Y Judith Butler recuerda que la vulnerabilidad compartida es el fundamento de una ética política.

Cierro con una llamada: no importa por quién votes. Importa qué exiges. Si deseas un país que cuide a sus niños, exige contratos de gobierno claros, exige cifras, exige verificación. No dejes que la infancia sea un epígrafe; conviértela en prioridad. Que el silencio deje de pesar.

Porque la memoria política de una nación se escribe también con la ternura que dispensa a sus hijos. Y la historia juzgará a quienes hicieron del cuidado una prioridad —o a quienes continuaron mirando hacia otro lado.

BIBLIOGRAFÍA

Arendt, H. (1958). La condición humana. Paidós.

Bourdieu, P. (1999). La miseria del mundo. Fondo de Cultura Económica.

Byung-Chul Han. (2010). La sociedad del cansancio. Herder.

Byung-Chul Han. (2021). La sociedad paliativa. Herder.

Contraloría General de la República. (2023). Informe sobre clima laboral en el Servicio Mejor Niñez. Santiago de Chile.

Foucault, M. (1961). Historia de la locura en la época clásica. Gallimard.

Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI.

Instituto Nacional de Estadísticas (INE). (2024). Estadísticas demográficas de población por edad y región.

Instituto de Salud Pública (ISP). (2024). Boletín de suicidio adolescente 2023-2024.

Ministerio de Desarrollo Social y Familia. (2024). Informe de Situación de la Niñez y Adolescencia.

Ministerio de Salud (MINSAL). (2024). Gasto en Salud Mental 2024.

Organización Mundial de la Salud (OMS). (2023). World Mental Health Report.

UNICEF. (2023). Estado Mundial de la Infancia: Salud mental en crisis.

Žižek, S. (2012). Living in the End Times. Verso.

Zambrano, M. (1955). El hombre y lo divino. Fondo de Cultura Económica.

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