Trump y Gaza: los veinte mandamientos de la civilización
Por Diego Verdejo Cariaga
Sociólogo, Magíster en Análisis Sistémico y candidato a doctor en Ciencias Sociales
Occidente nunca se cansa de repetir su catecismo: orden, paz, progreso. Esta vez, el evangelio llega en la voz de Donald Trump y la práctica colonizadora de Benjamin Netanyahu, bajo la forma de un plan de veinte puntos para Gaza. Veinte mandamientos que prometen la paz, pero que suenan demasiado a manual de ocupación.
La llamada “civilización occidental” siempre ha tenido la misma costumbre: nombrar barbarie todo lo que no obedece a su gramática y luego ofrecer redención a cambio de sumisión. En Gaza, esa sumisión se traduce en desarme, en tecnócratas apolíticos administrando la vida de millones, en cadáveres intercambiados como si fueran billetes en un supermercado. ¿De verdad esto es paz o es simplemente la versión contable del genocidio?
Trump, con su histrionismo habitual, se autoproclama presidente de un Board of Peace. La escena es tan grotesca que roza lo cómico: el magnate que vendía muros ahora vende corredores humanitarios. Netanyahu, a su lado, celebra satisfecho: al fin el lenguaje de la reconstrucción sirve de máscara perfecta para la colonización. Ladrillos y cemento, pero bajo el sello de la ocupación.
¿Y qué decir de Israel? Aquí no hay ambigüedad posible: Israel es el problema. Es el Estado que convierte la palabra “seguridad” en excusa para la masacre, que transforma a los palestinos en sujetos administrados, tutelados, despojados. El plan de Trump no es más que la coartada imperial para legitimar la vieja obsesión sionista: una Gaza domesticada, vigilada, convertida en laboratorio de obediencia.
La farsa alcanza niveles casi teológicos: por cada rehén israelí, quince cadáveres palestinos. El cálculo perfecto de una moral invertida. ¿Qué dirán los profetas de la civilización occidental? ¿Que esta ecuación macabra es justicia? ¿Que el equilibrio de la razón se mide en restos humanos? El mercado de la muerte no descansa, y Occidente lleva las cuentas con disciplina burocrática.
Mientras tanto, se promete “reconstrucción”. Reconstrucción, sí, pero bajo tutela. Gaza como maqueta en manos de ingenieros internacionales, como si la dignidad pudiera levantarse a punta de proyectos financiados por quienes ayer arrojaban bombas. Una zona económica especial, corredores vigilados, ayuda humanitaria bajo control militar: paz administrada, paz vigilada, paz con rejas.
Occidente llama a esto civilizar. Pero ¿qué civilización reconstruye con la mano derecha lo que destruyó con la izquierda? ¿Qué civilización se proclama humanista mientras reduce la vida palestina a estadísticas de riesgo y retorno? La paradoja es obscena: los mismos que arrasaron hospitales y escuelas se presentan ahora como benefactores, cargando bolsas de cemento como si fueran coronas de laureles.
Los veinte puntos no son un camino a la reconciliación: son un espejo sucio donde se refleja el cinismo de nuestra época. Una paz sin política, un orden sin justicia, una civilización que ya ni siquiera necesita disimular su violencia. La “razón occidental” aparece en toda su crudeza: fría, calculadora, convencida de que puede decidir qué vidas merecen ser salvadas y cuáles solo cuentan como estadísticas.
La pregunta, entonces, se afila como cuchillo: ¿puede llamarse civilización a un proyecto que convierte la vida en saldo y el dolor en oportunidad económica? ¿No será que lo verdaderamente bárbaro no está en Gaza, sino en esa razón imperial que administra cadáveres y se autoproclama portadora de paz?
Lo que Gaza desnuda no es el fracaso de Oriente, sino el derrumbe moral de Occidente. Y esa es la verdad que ni veinte mandamientos imperiales, ni comités presididos por magnates, ni la retórica hipócrita de la “seguridad” podrán maquillar. Porque la paz no se decreta, ni se impone, ni se contabiliza. La paz, como la dignidad, no nace de la ocupación disfrazada de filantropía, sino del derecho a existir sin tutelas ni mandamientos de civilizadores.