No migres en invierno
Por Anemij Napalm

El último día que se le cayeron los dedos era martes. Los martes no hay que salir a la calle. Él sabía, pero nunca le hacía caso a las frases que tenían más de cuatro palabras. Tuvo que recorrer sobre sus pies para encontrar sus restos. Estaban un poco morados y más de alguno con marcas de zapato.
Abandonaditos en una cueneta los encontró.
Esta vez con más cansancio del habitual los empujó con la punta del bototo y con algo de dificultad se los guardó en el bolsillo.
El sol pegaba en el cemento, pero seguían tan helados como el día que los perdió. Eran siete u ocho grados. Mucho para un español promedio, pero poquito para un pueblerino latinoamericano. Decía que vivía en Quilpué. No sabemos, pocas veces decía verdades completas.
Tomó la micro cerca de ahí. Eran unos veinte minutos hasta su casa. Cuando abrió la puerta con la mano que le quedaba completa, se acordó de las agujas y los hilos.
Ya no quería cuerdas negras. ¡Colores, denme colores! Sonaba cada puntada. La piel se estiraba y los huesitos se iban acomodando. Colita de lagartija, se regeneraban mientras seguía zurciendo.
La mano se completaba, se sentía mejor. Recuerda, se decía, no salgas en martes, no salgas con este frío.
No sé si era Valencia o Granada, pero los deditos ya estaban en su lugar. Del otro lado de la habitación: la cocina. Pequeña y negra de aceite. Había algo de té, quizás quería café, pero terminó con leche caliente.
No salgas en martes, no salgas con frío. Granada o Valencia, no importaba, el hielo seguía siendo el mismo.