El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

[GAZA] Cuando el cielo se vuelve tumba: colonialismo armado, silencio cómplice y el deber de nombrar

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Por Diego Verdejo Cariaga

En Gaza no hay estaciones. No hay primaveras ni otoños, ni aguaceros que traigan alivio. Solo hay una constante: el cielo ruge. Como un dios castigador, como una máquina sin alma, como el rostro ciego del poder. Lo que cae no es lluvia, ni esperanza: son bombas. Fragmentos de metal y fuego que caen con una precisión quirúrgica, pero con una lógica brutal. En Gaza, como en el sur de Líbano, en Yemen, en Siria, en Irán, el cielo ha sido secuestrado. Y quien lo domina no es un dios, sino un Estado: Israel. Un Estado que ha convertido el espacio aéreo del Medio Oriente en una zona de exterminio selectivo, de castigo colectivo, de experimentación tecnológica con cuerpos humanos.

Lo más intolerable no es solo la violencia. Es su legitimación. Es el silencio de quienes, pudiendo hablar, callan. Es la complicidad de quienes, pudiendo actuar, miran hacia otro lado. Es el lenguaje aséptico con que se describe la masacre, como si se tratara de un fenómeno climático y no de una política planificada. Israel no actúa en la sombra. Bombardea a plena luz, con cobertura mediática, con justificativos reciclados, con la anuencia de las grandes potencias. Y lo hace porque puede. Porque se le ha permitido instalar una narrativa donde su violencia es siempre autodefensa, y la resistencia de los pueblos que bombardea es siempre terrorismo.

Pero esta situación está lejos de ser una guerra. No se trata del enfrentamiento entre dos bandos iguales. Es la masacre de un Estado altamente militarizado que se proyecta como potencia regional sobre poblaciones despojadas, sitiadas, colonizadas. Lo que Israel está ejecutando —en Gaza, en el sur del Líbano, en barrios de Damasco, en las ruinas de Saná— no es simplemente una operación militar. Es la ejecución contemporánea de un proyecto colonial, con todos sus componentes: control territorial, supresión de la soberanía ajena, deshumanización del enemigo y legitimación discursiva de la violencia total.

Frantz Fanon, en Los condenados de la tierra, lo dijo con precisión y con rabia; el colonialismo no se contenta con imponer su dominio sobre el cuerpo, quiere poseer el alma, borrar toda posibilidad de imaginar otro mundo. En la Gaza sitiada, donde cada esquina es blanco potencial, donde se bombardean hospitales, escuelas, panaderías, lo que está en juego no es solo la destrucción física. Es la aniquilación simbólica de un pueblo. Es un intento de borrar incluso la posibilidad de imaginar vida futura. De imponer un castigo ejemplar sobre quienes no aceptan la condición de colonizados.

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En esa misma línea, Félix Guattari, en Las tres ecologías y junto a Deleuze en Mil mesetas, nos alerta sobre cómo el poder se organiza en máquinas, en ensamblajes que operan simultáneamente en lo militar, lo discursivo, lo afectivo, lo institucional. Israel no es solo un ejército, es una máquina de guerra en sentido guattariano: produce narrativas, tecnología, alianzas, formas de subjetividad. Opera en una lógica donde la guerra no se declara: se administra. Donde el enemigo no se enfrenta: se neutraliza. Donde el conflicto no se resuelve: se convierte en paisaje.

Y en ese paisaje, el silencio es parte del ensamblaje. No es un vacío: es una función. Cada gobierno que calla, cada medio que relativiza, cada intelectual que prefiere no “polarizar”, se convierte en una pieza de esa maquinaria. No se puede pretender neutralidad ante la masacre. No se puede hablar de “complejidad” cuando los muertos se cuentan por decenas de miles y las bombas siguen cayendo. Pensando nuevamente en Fanon, podemos decir que cuando el colonizado grita, es porque ha sido silenciado demasiado tiempo. Hoy, lo que falta no es información: es coraje moral.

Porque decir que lo que hace Israel es colonialismo no es una metáfora. Es una descripción precisa de los hechos. Ocupa territorios, controla fronteras, decide quién tiene derecho a vivir, quién puede circular, quién puede hablar. Y cuando eso no basta, destruye. Con el pretexto de la seguridad nacional, Israel ha normalizado la doctrina del castigo colectivo. Ha convertido en política de Estado el uso desproporcionado de la fuerza, la demolición de hogares, el encarcelamiento masivo, la humillación cotidiana. Y ahora, amplía su radio de acción a países enteros, como Irán o Yemen, como si fueran zonas de tránsito en una geografía sin derechos.

Frente a esto, no caben los matices tibios. No es el momento de la equidistancia ni de los eufemismos. Condenar el accionar del Estado de Israel no es antisemitismo, como pretenden quienes quieren blindar la impunidad. Es un acto mínimo de ética. Es reconocer que hay una política sistemática de destrucción y que esa política se basa en una racionalidad colonial. Que bombardea no por necesidad, sino por doctrina. Que no responde a una amenaza, sino a un deseo de control total.

Y es también el momento de exigir a quienes callan que hablen. A quienes “lamentan”, que denuncien. A quienes dudan, que miren las imágenes, que escuchen los nombres, que lean los informes, que entiendan que la historia se está escribiendo ahora, con sangre, con fuego, con cinismo. Y que no hay excusa válida para la indiferencia.

Porque cuando el cielo se convierte en tumba, y las palabras oficiales no alcanzan ni para el duelo, hay que hablar desde otro lugar. Desde la rabia que organiza. Desde la memoria que se resiste. Desde el compromiso con la vida de los que sobran en los mapas de los poderosos.

Y entonces, sí: tomar partido. Por quienes viven bajo ocupación. Por quienes han sido reducidos a blanco. Por quienes no tienen otra cosa que la dignidad. Porque si algo nos enseñaron Fanon y Guattari es que el mundo no cambia desde los centros de poder. Cambia desde los márgenes, desde el grito, desde la ruptura de lo establecido.

Hoy, como siempre, el silencio mata. Y la palabra, cuando se niega a callar, puede abrir grietas en el cielo. Tal vez por ahí vuelva a entrar la esperanza. Pero para eso, primero, hay que dejar de mirar al cielo con resignación. Y empezar a señalar con nombre y apellido a quienes lo convirtieron en trinchera.

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