El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Mi aborto ilegal por 200 mil pesos

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Por Nadia Limónov

VALPARAÍSO.- Tenía 24 años cuando quedé embarazada. Estaba terminando mi carrera en la universidad, no tenía trabajo y tampoco veía que mi relación sentimental pudiera resistir algo como eso. La verdad, que yo misma no podía resistir algo como eso.

Cuando vi el resultado del test quedé helada. Me acuerdo que estaba en Valparaíso y salí a vagar por las calles cerca de Plaza Victoria intentando buscar algo de claridad.

Siempre digo que por suerte tenía información. Sabía que existía el método del misoprostol, leí un montón en páginas y llegué a un sitio que se llamaba “Con las amigas y en la casa”. Te daban una especie de manual exacto de cómo proceder.

Ahí empezó un proceso tortuoso, porque el peso de estar haciendo algo escondido, era hasta peor que el embarazo mismo. Pensar en consecuencias, que te puedan pillar, que salga mal y termines en un hospital maltratada y hasta con problemas judiciales.

Dentro del procedimiento te aconsejan ir a un ginecólogo para hacer una eco intravaginal y descartar que sea un embarazo ectópico (ese que se desarrolla en las trompas y no en el útero). Pedí una hora en una clínica, de esas que te cobran 5 o 6 mil pesos por un bono. Estaba en la sala de espera muy nerviosa, repasando lo que le diría: entrenándome para poner cara de embarazo deseado.

“Hola, doctor. Me hice un test y salió positivo ¿Qué tengo que hacer ahora?”

No quería que el médico viera en mi rostro el miedo y descubriera que esta prueba era parte de un proceso para darle fin a esto sin morir en el intento, literalmente, de una hemorragia.

Me recosté en la camilla para el examen y ahí estaba: todo ese gris difuminado típico de una ecografía, pero en el centro, el invasor: un pequeño hueco negro con una figura ovalada en la parte baja. Sentí el impacto. No pude disimular mi espanto. Mientras el doctor no despegaba los ojos del monitor.

“Ahí está. Felicidades”, dijo.

Yo no parpadeaba ni me salían las palabras. Él siguió con un monólogo de medidas, de formas y de lo bien que estaba asentado en mi útero. No recuerdo que más, otros tecnicismos supongo. Es que por esas cosas extrañas, tenía una pequeña esperanza de que ahí no iba a haber nada y que podría ahorrarme todo lo que vendría.

Cuando terminó, entré en la salita del baño para sacarme la bata y vestirme. Estaba afiebrada. Volví a sentarme en el escritorio frente al médico. Imprimió una receta para el ácido fólico, algunas instrucciones y la cita para el control en un mes o algo así.

Salí con el papel en la mano. Y claro, no fui a la farmacia por vitaminas. La única opción que me daban no me servía. Tenía que conseguir pastillas, pero de las otras, para las que aquí no hay receta.

Dario Gi

Tenía una amiga en esa época que se movía en colectivos feministas o muy similares, gente que tenía acceso a esos datos. Me entregó varios contactos y con una funcionó. La contacté por WhatsApp y me dijo que cobraba 200 mil pesos por 12 pastillas. Era muchísima plata para mí. Algo tenía, el resto lo conseguí por ahí con amigas. Siempre fueron las amigas, hablar de esto con alguien de mi familia era imposible. Y tampoco contaba con mi pareja, creo que ni siquiera le pregunté si tenía algo para apoyarme. Sentía que era algo mío, independiente. No le pedí nada, y él tampoco se ofreció a dármelo.

Cuando cumplí las siete semanas llegó el día de la entrega. No podía más de las náuseas. Nos juntamos en el estacionamiento de un supermercado, justo al frente de una iglesia católica. Ironías de la vida. La dealer era una mujer de unos 30 años. Me contó que era enfermera y que así conseguía el misoprostol. Fue amable, no me hizo preguntas íntimas. Supongo que estaba acostumbrada a ver niñas y mujeres como yo todo el tiempo.

La gente salía del supermercado con sus bolsas, mientras nosotras estábamos paradas junto a una fila de carros de metal. Me dijo que estaba apurada, que tenía que ir a buscar a su hijo al colegio. Le pasé los billetes y ella la caja con las dosis. De pasada me dio algunos consejos, que debía hacer mucho ejercicio, saltar, trotar, abdominales. Que así sería todo más rápido y no habría riesgo de que quedara algo dentro. Se despidió con un beso.

Llegué a la casa de mi pareja y sentada en la cama me puse las primeras seis tabletas exagonales debajo de la lengua. Pensé bastante antes de esto, tenía miedo. Este podía ser el fin de todo, estaban todas las condiciones para que algo saliera mal. Él estaba ahí, jugando Counter Strike o Call of Duty en el PC. No sé si tenía más calambres por su indiferencia o por el mismo efecto de las pastillas.

Pero ahí estaba cuando comenzaron los calambres. El dolor era diez veces peor que el de una regla dolorosa. Sudaba y me retorcía en la orilla de la cama, intentando buscar una posición que me aliviara. Él seguía dándose tiros en línea. Supongo que me odiaba un poco, pero ya no me importaba. Creo que pasaron 45 minutos, un par de ibuprofenos y el dolor se volvió tolerable.

El sangrado siguió su curso. No arrojé en el baño nada con forma humano. Había escuchado historias terribles. Pero nada, sólo era sangre con algunos coágulos y una sensación de alivio interno por no haberme desplomado o tenido complicaciones. Volví a mi conclusión inicial: el miedo de todo se basaba en la prohibición y la ilegalidad. Era todo ese manto discursivo el que me generaba el dolor físico. Mucho más que la misma sensación física real. Mi dolor era un relato de las posibles consecuencias. Era el miedo a morir.

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Han pasado muchos años desde mi aborto inseguro, ilegal y no gratuito.

Yo no tengo la carga que ponen sobre nosotras todas esas historias que cuentan como verdades: del arrepentimiento, la depresión o las ensoñaciones de lo que pudo haber sido.

Sólo puedo decir que se ha vuelto curioso hablar de embarazos con otras mujeres que desconocen mi experiencia, todas ellas, todas las mujeres de mi familia. Solía escucharlas repasar sus rutinas matutinas, describir las náuseas o el momento en el que se enteraron. Algunas veces me da por querer contar cómo fue para mí, el tiempo que duró. Eso de no poder subir a un auto o a un tren sin querer vomitar. El sentir todo ese cansancio y acumulación de líquido en las piernas, los pechos doloridos o el asco por el olor a marihuana indoor.

Pero yo sé que no tengo acceso a ese derecho. No aquí. No en ese círculo de madres con embriones que se desarrollaron y que hoy saltan por el jardín o quieren ir a la universidad.

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