El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

Una historia media grunge, o la ridícula e inevitable sucesión de los hechos

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Por Eduardo Andrés @edu_ferg

Puede ser que no haya ido con la camisa leñadora y los pantalones rotos. Puede que incluso no me haya puesto ninguna prenda que me reconociera como parte del clan. No lo recuerdo con claridad, aunque si fue así, prefiero pensar que fue una decisión calculada. Aparte del gusto y cierta filosofía, en términos generacionales no tenía por qué identificarme con el grunge de los noventa. Mi adolescencia transcurrió en los 2000 cuando el britpop desplazaba con armónicas composiciones la crudeza desafinada de los músicos de Seattle.

Lo cierto es que cuando supe que Pearl Jam venía a Chile ocupé la tarjeta Visa y compré dos entradas a cuotas (porque por más que “la vida sea ahora” el pago tendrá que ser después): una para mí y una para X.

La llamaré X sólo por darme una licencia narrativa. Era mi novia. Teníamos una relación intensa, de esas que se desbordan. La conocí en Valparaíso mientras yo estudiaba periodismo y ella arquitectura. El puerto nos cobijó, o mejor dicho, exprimió nuestra juventud en un transitar por pensiones, bares, calles que parecen laberintos, drogas, música rock y ruinas porteñas que congregan un mar de personalidades rotas en busca de redención. La única consecuencia posible de todo aquello era el desgaste: acercarse demasiado al acantilado, de esos que reciben las olas salvajes de Playa Ancha.

Una vez me dijo que éramos una pareja literaria y no comprendí a qué se refería. ¿Habrá pensado en personajes como Mary Shelley que adolorida por la muerte de Percy le arrancó el corazón y lo guardó en una caja de la que nunca se separó? Espero que no, porque imaginar mi corazón yendo y viniendo por destinos y condiciones desconocidas no es una imagen que me agrade. ¿O si tal vez yo era Mary Shelley?

Cuando supe que venía Pearl Jam no lo dudé: era una buena oportunidad para revivir una relación que, en el fondo, no quería perder. Mientras sonara Black, le daría un beso, y ese gesto sellaría nuestro amor con perpetuidad. Nunca he sido bueno utilizando el lenguaje del amor romántico, pero tenía la esperanza de que aquella canción lograra crear la atmósfera perfecta para que nuestro vínculo no quedara relegado al vasto catálogo de los amores incompletos.

El Estadio Monumental estaba lleno de gente mucho mayor que nosotros, pero también de nuestra edad, lo que me hizo pensar que la afinidad por el movimiento no era del todo gratuita. Al fin y al cabo, mi generación fue criada por padres que nacieron bajo dictadura, y fuimos los primeros en comprobar que el desarrollo prometido por la transición dejó más brecha que igualdad.

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Crecimos con esa contradicción: nos hablaban de progreso, pero el mundo parecía cada vez más ajeno. No vinimos al mundo con un computador ni, mucho menos, con Internet, y nos tocó adaptarnos a una tecnología invasiva que reemplazó los juguetes artesanales por consolas y el contacto cara a cara lo filtró con pantallas virtuales. En ese cruel sentido, estamos más cerca de la Generación X que de los Millennials, si de algo sirve utilizar categorizaciones.

No recuerdo otros pormenores del concierto. Es posible que el ejercicio de recordar tienda, involuntariamente, a ficcionar, por lo que no me atrevería a entregar certezas. Lo que sí sé con seguridad es que la asfixia que sentimos en la cancha de ese estadio terminó cuando Eddie Vedder alzó su voz. Una voz que es una tempestad, pero a la vez un bálsamo: ronca, quejumbrosa y nostálgica.

Pero Black no venía, y mi temor se acrecentaba. Tendría que pensar rápido en qué otra canción besarla, y más que besarla, decirle que lo que teníamos no podía terminar por respeto, ¿por respeto a qué?, a lo nuestro, a lo que habíamos vivido, a lo que construimos siendo caos en medio del caos.

No le dije nada. No fue necesario: la guitarra empezó los primeros acordes y Eddie, el loco y desarmado Eddie, cantó: Sheets of empty canvas, untouched sheets of clay… X gritó, en realidad todas las W, Y, Z gritaron. Es el momento, me dije con convicción. 

Descarté el beso porque X estaba tan imbuida en la voz de Vedder, que sacarla de su ensoñación era un delito. Así que mientras ella miraba el escenario, la tomé de la cintura, la apreté junto a mí en un gesto de cariño más que de erotismo y le susurré al oído que la amaba. X sonrió o eso creí que hizo. La canción fue una catarsis, una especie de purificación, de la que ambos, pensé, saldríamos renovados, listos para un futuro incierto, pero futuro, en definitiva.

Why, why can’t it be, oh can’t it be mine? Doodoo-doo-doo-doodoodoo…

Apenas terminó Black, di vueltas a X para darle el beso que tenía planeado. La vida es absurda, pero lo más absurdo es cómo te demuestra que lo es. 

No era ella. No era X. 

La multitud me había desplazado varios metros, y durante cerca de seis minutos tomé de la cintura y dije un tímido “te amo” a la persona equivocada. Le pedí disculpas. En realidad, me deshice en disculpas. La desconocida, que a esa altura ya no lo era tanto, solo sonrió. 

Busqué a X que por fortuna no se había dado cuenta. El concierto siguió su curso y lo disfrutamos por separado, como dos extraños, mientras Eddie Vedder cantaba ignorante de la estupidez que había vivido, contemplando a una masa que con pasión exigía ser parte de un movimiento que hace tiempo adquirió la condición de fantasma: de espectros que penaban sin saber que habían muerto.

Como X y yo. Incluso cuando estábamos juntos.

Postdata:

X me contactó por Facebook hace algunos años. La relación había terminado de forma inevitable. La olvidé, o por lo menos, no habitaba en mi memoria como antes. Me preguntó por la araña pollito que me había regalado como mascota.

—Todavía la tengo.
—¿Todavía? Han pasado diez años. ¿Por qué no la liberas? Debe sentirse atrapada en un lugar tan pequeño.

Le respondí, algo molesto, que no estaba preparada para la vida silvestre. Además, argumenté (¿de dónde saqué esa información?) que los arácnidos no tienen la concepción del espacio-tiempo como la tenemos nosotros y, por lo tanto, no se agobian como lo hacemos nosotros.

No me respondió nada.

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Eduardo Andrés (Santiago de Chile, 1989) es periodista de la USACH y escritor. Desde joven ha cultivado la narrativa, participando en talleres como el de Balmaceda Arte Joven y Casa Contada. Ha publicado cuentos en Chile, México y Colombia. Es autor del libro “No te acerques, allí solo crece la pesadilla”, por Sietch Ediciones, una recopilación de relatos que transitan por el horror psicológico y social.

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