Plaza de pueblo
Por Pablo Palacios
Hay que cruzar la línea, una línea como cualquier otra, poner un pie de un lado y hacer equilibrio, y luego devolverse y mirar las plantas alrededor del terreno baldío, notar que una línea también es el extenso camino de ripio que separa las plantaciones de lechugas, observar el cielo despejado, olvidar lo que observaste y anotar en una piedra con tiza porque fue que viniste, por qué regresaste al pueblo, qué era lo que querías, por qué votaste lo que votaste, por qué votaste con los ojos afiebrados y luego quemaste la papeleta. Qué fue lo que pensaste mientras te llevaban detenido, si acaso tarareaste una canción en tu mente, si acaso pensaste en él o en ella. Tal vez ambos podrían verte ahora por razones distintas; ¿tiene futuro la democracia? Eso es lo que te gustaría cantar y gritar ahora, de pie en la celda de la comisaría, haciendo como que fumas, despertándote.
Pero volvamos a las verduras, las lechugas; tus favoritas, las infinitas plantaciones de lechugas en tu pequeño pueblo de montaña. Le decías a todo el mundo/le decías sólo a ella/nunca le dijiste a él que Jorge Teillier iba a escribir silenciosamente a un diminuto bar en tu pueblo cuando el flujo de gente comenzaba a menguar; se volvía poco concurrido/muy concurrido justo después de las votaciones.
Teillier iba con su abrigo café a escribir a ese bar y tu lo veías entrar muy tranquilo y algo asustado, o quizás triste pero concentrado en algo, cualquier cosa, enfocado en una espora de luz que flotaba a su alrededor o que flotaba sobre la sombra que deja la luz entre sus ideas y el resto del mundo, y tú ibas en tu bicicleta llena de parches y el poeta te parecía tan respetable, tan diferente, deseabas con desesperación que fuese tu padre por un rato, por una sola tarde que fuese tu padre y no tu verdadero padre que seguro estaba en algún lado tocando a otras mujeres con sus ruidosas manos con sus ruidosas articulaciones.
Te detenías afuera del bar y esperabas que el ruido del interior se asentara como la cerveza tibia en el fondo de un vaso, te sudaban las manos, si pasaban amigos hacías como si no los conocían, tengo cosas que hacer. Y luego dejabas la bicicleta apoyada en la pared y entrabas con los ojos muy abiertos, mirando a todos lados, sintiéndote observado pese a que nadie te prestara atención, y entonces pedías que te anotaran una cerveza de litro para llevar, y se la llevabas a tu tío paterno, que era profesor y bombero -cuando aún había bomberos en el pueblo-, y él te contaba que hacía Teillier en el pueblo un domingo de verano por la tarde.
– El otro día, el otro mes quizás – diría tu tío tan gordo – vino Pablo de Rokha al pueblo y se paró en medio de la plaza, justo al lado de la estatua de la diosa Deméter, montó un pequeño puesto y comenzó a ofrecer sus libros. Fue hermoso y triste.
– ¿Por qué hermoso y triste?
– Algunas cosas son así – te diría él mirando los tomates del patio – Existen como dos cosas opuestas en una sola cosa, en un solo cuerpo.
Luego, mucho después, te enterarías de que existe una figura literaria llamada “oxímoron”, que comprende lo que tu tío gordo te había dicho alguna vez. Antes de morir, tu tío adelgazó muchos kilos, pero él te seguía acariciando el pelo con su mano siempre regordeta, como si su mano fuese parte de otra dimensión distinta a su cuerpo, una extensión de otro tío sano en un lugar lejano, pero tu no lloraste al verlo en ese estado moribundo porque aún no sabías cómo llorar por alguien que se está muriendo lentamente.
Luego aprenderías, como cuando lloraste sin sonido al ver el cuerpo destrozado de Darío (no era ese su nombre real, te enterarías en el funeral) después de lanzarse del séptimo piso en un hotel de Tomé. Ella quería verte y tú la viste,y no salieron de su casa en días, mientras Darío te llamaba sin cesar y dejaba amenazas/se dormía llorando en el balcón, que en algún momento le pareció algo deforme, seguramente. Algo tan deforme como su corazón deformado después de tantas llamadas. Y ella sabía lo que Darío sabía, pero no le importaba. Porque son pocas las cosas que le importan cuando se trata de saber cosas ajenas que están más allá de su control, y no cosas como “cuándo”, “cómo”, “desde cuándo”: ese tipo de cosas sí le importan, y tú olvidabas todo con tal de verla, de aprender de ella, de tocar sus codos, de escucharla cantar la misma canción que ahora, en estos momentos está cantando el otro preso en la comisaría y que te hace tanto daño pero que susurras también, de nuevo de pie, intentando fumar sin éxito.
Pero antes viste el cuerpo destrozado de Darío en las noticias y ella te besó la mejilla varias veces, y luego la nariz, la pera y un pezón, y dijo algo que no lograste entender, y tú te preguntaste/le preguntaste: ¿Habrá pensado en mí mientras caía? ¿Qué habrá pensado mientras caía? ¿Habrá pensado en nosotros? Y ella dirá; “esos son pensamientos egoístas en estos momentos, voy a poner música”.
Ahora tratarás de recordar qué música le gustaba a tu tío, de algún modo escuchar música con tu tío te permitía evitar pensar en el hueco amorfo del centro del mundo donde la gente se tira de los hoteles o piensa en nosotros mientras cae, pero no puedes recordarlo.
Sí, recordarás a tu tío sentado en su añosa silla de playa, mirando los tomates de cerca, replanteándose cosas.
– Si dejara a tu tía, ¿crees que lloraría?
– Sí, mucho. Y también no.
– ¿Por qué?
-Porque creo que es algo fría.
Lo es.
Una pausa. Una caricia al tomate.
– Tu tía es como este tomate, tan acariciable y distante al mismo tiempo.
– ¿Se puede acariciar algo distante?
– Por supuesto. La mayoría de la gente se acaricia así.
Otra pausa. Te da sed y bebes de un golpe tu jugo de piña en polvo con hielo. Ahora el tiempo ha pasado y estás tomando una cerveza con hielo porque nunca logró congelarse, te la bebes de un golpe mientras tu tío, un poco más delgado, acaricia otro tomate y dice: tu tía me escribió el otro día. Dice que conoció a alguien. Te tirita un poco la mano, te suda el borde de la nariz. Hace mucho calor para ser fines de febrero. Sirves más cerveza en ambos vasos. Él sigue acariciando el tomate, un gran tomate verdoso. Te aclaras la voz y aprietas los dientes. Tu tío te mira, y observas su sombra en el suelo cubierto de raíces.
– ¿Es posible – le preguntas – querer a dos personas diferentes, al mismo tiempo?
Tu tío regresa a la mesa, se rasca el brazo antes de responder.
– ¿Tú quieres a tu patria?
– Eh…no lo sé. Supongo.
– Bueno, yo la quiero, la quiero mucho, y la odio al mismo tiempo. Y ese odio proviene del amor, del amor profundo, lo que lo vuelve un odio profundo, pero brillante; o sea que, ante los ojos correctos, brillaría en la oscuridad. Y esos ojos no pensarían que soy un mal tipo. Esos ojos entenderían de dónde viene mi odio porque verían, a su vez, el brillo de mi amor.
Asientes y dices: es raro.
– Sí – dice él haciendo girar su vaso – Yo quiero a Chile, pero odio lo que representa. Cuando tengas mi edad lo entenderás. Pero de algún modo, ese odio y ese amor son parte de la misma cosa, lados opuestos de la misma moneda. Pero bueno. Si puedo responder a tu pregunta, no creo que pueda amar a dos cosas al mismo tiempo. Me terminaría matando. Porque mi amor no tiene esa capacidad.
Te quedaste con tu cerveza helada en la mano, tan helada que te quemaba las comisuras de los dedos, la hiciste girar varias veces, adivinaste cada vez su posición. Ahora puedes ver a tu tío del otro lado de la mesa, sentado en medio del bar con aspecto demacrado pero sonriente, tu tío dice: aquí estuvo alguna vez Jorge Teillier escribiendo poesía, solo, desolado tal vez, pero escribiendo. Miraste fijamente a tu tío, buscaste la sombra a través de la luz incandescente en sus ojos cansados. Parecía a punto de descubrir algo, algo importante y minúsculo, dos cosas opuestas en un mismo ser.
– ¿Por qué Jorge Teillier tuvo que venir justo a nuestro pueblo? ¿A este pueblo de todos los lugares posibles?
Tu tío apura el vaso y se rasca el bigote. De pronto, parece satisfecho consigo mismo, realmente cómodo con su inevitable destino que desemboca en la muerte.
– ¿Realmente quieres saberlo?
– Sí.
-Bueno, es simple. El poeta, el verdadero poeta, escapa o se aleja del mundo para encontrar la belleza última de las cosas. Y ya que se trata de un tipo de belleza especial, requiere una búsqueda absoluta, una búsqueda que trasciende cualquier otro tipo de búsqueda personal. A veces, es un camino duro y doloroso. La soledad puede comerte vivo, y escupir los huesos a unos perros que ni siquiera se molestaría en olerlos. Otras veces, es amable y dulce, pero eso pasa poco; de hecho, es mejor que pase una vez hayas madurado lo suficiente. Ahora que eres joven, tu búsqueda tiene que ser como la búsqueda del poeta; hermosa y triste.
– Hermosa y triste…
– Eso es – tu tío te sonríe.
– ¿Y si no es lo que estoy buscando?
– ¡Oh no! – dijo tu tío esfumándose en tu recuerdo – no te preocupes por eso. No son cosas que puedas encontrar. Por lo general, son las cosas las que te encuentran.
– Entonces, ¿cuál es el sentido de la búsqueda?
Tu tío se ríe y desaparece.
Ahora te ries en la celda, te ríes despacio y te sientas. Te ríes hasta llorar lentamente. La necesidad que tenías por quemar el mundo se hunde en tu sombra, penetra en el suelo negro y desaparece. El otro reo, un viejo algo ebrio, canta una canción que escuchabas con tu tío en los veranos de tu infancia. Ahora la recuerdas con claridad. Lloras con todo tu cuerpo en un silencio invulnerable. Si no hubieses llorado, piensas, no habrías podido escuchar la canción. Un tiempo largo pasa. Después de un rato, comienzas a escuchar los pajaritos del otro lado de la calle.
– No quiero quedarme aquí – le dices a la sombra de tu tío.
– Entonces no te quedes – responde el viejo, y se duerme.
Ahora estás de nuevo en la calle. No hay nadie esperándote en ninguna parte, no tienes a nadie a quien llamar. Caminas despacio hasta una plaza y te tiras en el pasto. Escuchas con atención los sonidos que emergen de los árboles.
Luego te incorporas, sacas tu pequeña libreta y escribes tu primer poema. Una brisa cálida sacude suavemente tu pelo; te parece escuchar que alguien te llama por tu nombre, pero es sólo el viento.
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