El Arrebato

Periodismo desde las Entrañas

“Don Gato”, un cuento de Amara Cava

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La autora recibió en 2023 el Premio Nacional Roberto Bolaño.

Por Amara Cava

Como si hubiera brotado de mis pasos o de la sola noche. Me acompañó por Los Carrera bailando la refalosa y haciéndole cachañas a los pequeños matorrales, enormes cíclopes a sus ojos y tratando de pillar mis pies envueltos por unas zapatillas medianamente desatadas. El gatito caminaba como saltando, ligero, casi sin esfuerzo, parecía que tecleaba con sus peludas patitas blancuzcas que apuraban el paso para acompasar mis gélidos pies. Le iba pegando patadas disimuladas para que se corriera, aunque en el fondo ya vaticinaba que me seguiría hasta la casa. Llegamos a la puerta, me paré abajo del dintel y me quedé mirándolo un buen rato. Estaba sentado ahí, tierno y consciente de su ternura. Me miraba como si me estuviera analizando. A pesar de mi estado levemente etílico (o quizás a causa de éste) reflexioné largamente los pros y contras de hacerlo pasar una noche en mi casa que comparto con mi abuelo. Luego de calcular cínicamente la pérdida y la ganancia que traería su presencia, y de una larga elucubración donde llegué a compararme al marqués de Carabás, dictaminé que estaría bien que pasara la noche ahí, total es sólo una noche. Esperé unos cinco minutos a que el gatito desistiera y se fuera, pero la espera fue en vano, el muy perla se echó en la vereda. Como último recurso le ofrecí trescientos pesos para que se fuera en micro y me dejara sola, pero no me los aceptó, seguro sabía que a esas horas ya no pasan, el minino no tenía un pelo de tonto. Me daba escalofríos pensar que si lo dejaba ahí solito se lo podría comer un perro o le podrían hacer un tajo para colgarlo en los cables, como si fuera una zapatilla o un peluche. Así que lo tomé por el pellejo del cogote, con mi instinto de madre gata y lo tiré adentro, para que al menos pasara la noche bajo un techo y echarlo en la mañana, sin que se dé cuenta. Se instaló muy bien sobre la cama azumagada, y yo me tiré sin saber ni del poto hasta el día siguiente. 

Como todas las mañanas de sábado desperté en otro estado de la conciencia. Bajé la escala, que crujía como el pan tostado que estaba antojando, con mantequilla derretida y un tecito con azúcar. Mi única aspiración era llegar a la cocina, pero al saludar a mi abuelo diviso que tiene arriba de su regazo una mota amarilla y regalona, siendo acariciada por sus viejas manos, estilo Marlon Brando. 

Don gato, mi abuelo (viejo pimponista que por sus agiles movimientos todos llamaban Don Gato y quedó así para siempre) figuraba bien sentado en su mecedora de siempre, con el minino ronroneándole entre los dedos arrugados. El viejo nunca tuvo una mascota, seguro había convivido con perros callejeros talquinos antes, o con alguno que otro gato, esto se veía reflejado en que al acariciar al gatito le brillaba en los ojos la alegría de un niño al mimar a su primera mascota. Así, el Gato amarillo se fue quedando ahí, después de eso no me dio el coraje para echarlo y mi abuelo no hizo ningún comentario sobre la llegada del felino, como llegó, se quedó. Por esta misma razón el gato nunca tuvo un nombre, cuando queríamos referirnos a él sólo le decíamos gato o amarillo, quedó así. El gato nuevo se amigó rápidamente del gato viejo. Como para adiestrarlo Don Gato le trajo pellet, el gato prefirió las paltas, las papas y la sopa de fideos con jurel, avena y salsa de tomate. Si alguien le pregunta a una persona que tenga mascotas, todas te dirán que su mascota es la más inteligente, pero dudo que respondan que su gato abría el refrigerador, como el gato amarillo. De vez en cuando, en la mañana encontrábamos el refrigerador abierto y la comida desaparecida, así que le pusimos un pestillo a la puerta, metiéndole un tornillo y un cuchillo agujereado.

Cuando hacíamos sopa de fideos con jurel, avena y salsa de tomate, el amarillo esperaba a que se enfriara la olla para botarla al suelo con su filosa patita y se comía todo el jurel en el piso de la cocina.  

Se parecían mucho los dos, ambos a veces desaparecían para luego volver machucados, me acostumbré a vivir con dos gatos en la casa. Pasaron los años como pasan los gatos por los tejados de agosto. El gato se fue enfermando, primero partió por las orejas. Ya era viejo el gato nuevo, por rucio le pasó. Después se le empezó a pudrir la nariz. En la noche lo sentía respirar, se había convertido en un pequeño Voldemort. Cuando le empezó a caer la sangre del lugar donde antes respiraba, todos los días, mientras yo iba al liceo, su humano tocayo, sentado en la mecedora de siempre, le hacía las curaciones. Se compró todo un botiquín para el amarillo, gasa, suero y pinzas. 

Hasta que un día Don Gato también cayó enfermo. Se empezó a sentir mal, le dolía la guata y dejó de comer la sopa de fideos con jurel, avena y salsa de tomate. Fuimos al médico y los exámenes salieron alterados. Cáncer al hígado producido por el virus de la hepatitis, se le subió la bilirrubina al viejo, como la canción de Juan Luis Guerra. Estaba avanzado y el tratamiento costaba demasiado, ahora tenía a dos gatos viejos y enfermos en mi casa. Pasaron los meses y la piel del gato humano se empezó a poner gradualmente amarilla. Como si por ósmosis se estuvieran mimetizando, los dos enfermos, los dos gatos, los dos amarillos. Me convertí en la enfermera de ambos, todas las mañanas limpiaba el piso, cuando caían las gotas de sangre de la nariz del gato y le hacía las curaciones a uno, después limpiaba el vómito, las chatas y cocinaba la papilla al otro. Hasta que un día, de manera esperable, Don gato se murió. Lloré lo suficiente como para hacer navegar todas las lanchas del puerto, mientras apretaba al Gato cuyo respiro estrepitoso me manchaba las piernas con sus mocos sangrientos.  Hicimos el funeral correspondiente, vino la gente, lloraron, hablaron, comieron y se fueron. Me senté en la mecedora de siempre, el Gato vino a echarse encima de mí, quedamos ahí, entre los platos vacíos y los ceniceros llenos con el amarillo que se quedó dormido para siempre sobre mis piernas arreboladas.

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